Al iniciar el 2004 me propuse ofrecer, en la columna semanal que publicaba en el Panamá América todos los martes, una serie de reflexiones sobre los artefactos que ocuparían buena parte de la actualidad noticiosa de los siguientes meses. Como en la primera semana de mayo habría elecciones nacionales, me pareció oportuno producir una serie de artículos para comentar sobre las campañas electorales, las motivaciones del voto, las informaciones que ofrecen las encuestas y cómo deben analizarse, el valor de los programas de gobierno, el tele-espectáculo de la política y la pasividad que genera en las masas, y la utilidad limitada de los debates.
También me pareció un buen momento para repasar el significado y trayectoria de la sociedad civil, pues los diferentes candidatos habían comenzado a hacer un uso confuso y problemático del Foro 2020. Expliqué la conveniencia de enfocarse más en los espacios públicos, en "la vida pública" de una sociedad, que en una pretendida posición privilegiada, o imparcial, de los organismos gubernamentales. Y finalmente, llamé la atención sobre el origen histórico del voto de la mujer.
El propósito de estos escritos nunca fue favorecer a ningún candidato, ni de buscar restarle valor a las propuestas de ninguno de ellos. Mi única finalidad fue estimular "la demanda electoral" a través de la educación del ciudadano, que en este contexto es un lector de periódicos y más concretamente un asiduo de las columnas de opinión. La tarea me exigía una absoluta neutralidad, en el sentido de que no pediría el voto a favor o en contra de nadie. De allí las repetidas referencias a la insatisfacción con el devenir de las campañas, la pobreza de sus mensajes y las críticas a los debates televisivos.
Aquí publico en dos series los artículos tal cual aparecieron los días Martes en El Panamá América y en el orden cronológico en que se escribieron. Los temas los iba pergeñando de semana en semana sin un plan preconcebido, pero tratando de no sucumbir a la actitud reactiva que emerge cuando lo importante trata de determinarse en el día a día.
Hay una cierta actitud ingenua en algunos de estos planteamientos, pero esto no debe verse como un defecto sino como una estrategia para posicionar ciertos temas a los que el cinismo predominante en la política jamás dará espacio. Por eso, abogo, por ejemplo, por la necesidad de "las grandes ideas", sin intentar siquiera sugerir las mías propias.
¿Por quién doblan las campañas?
Siempre he pensado que sería una buena idea dar un curso dirigido a los ciudadanos sobre cómo estudiar las distintas ofertas políticas en un torneo electoral.
En principio, este curso no iría dirigido a los que ya tienen decidido su voto del 2 de mayo; pero, los que se encuentran activamente ayudando a la campaña del candidato de su predilección, también podrían encontrar muy útil un curso sobre cómo evaluar a estos aspirantes. Su aporte sería más eficaz y su candidato vería mejores resultados.
Primero que todo, tenemos que suponer que las elecciones no están definidas de antemano. Que todos los participantes reconocen que por más ventaja que tenga el más favorito, una mala campaña puede arruinar sus oportunidades. Para comprobar que estamos ante una situación en la que las campañas electorales son importantes, debemos verificar que existe, por lo menos, una alternativa al candidato favorito que podría hacerse con el triunfo si se conduce una campaña política con acierto.
El que piensa que ya todo está decidido, que independientemente de lo que se diga, hable o publique, durante los próximos cuatro meses, no cambiarán las preferencias de voto que conocemos al día de hoy, podría estar en lo cierto; pero tendríamos que esperar al 2 de mayo para saberlo, día en que la cuestión se torna ya irrelevante. Por el contrario, descubrir durante las horas siguientes a la terminación de los escrutinios que uno estuvo equivocado durante cuatro meses y que fue esa equivocación la que llevó a su candidato a la ruina, podría siempre ser el destino del triunfalismo y el derrotismo inoportunos.
Así que, por razones muy diversas, la vida en democracia le recomienda a los ciudadanos que presten atención a las campañas -no que se crean todo lo que les dicen. Esto naturalmente no significa que el resultado del torneo se debe en su totalidad a la forma inteligente, o desalumbrada, en que se comportaron los distintos candidatos, pues siempre hay factores externos que pueden alterar lo que de otra manera parece un final obligado.
Descartados los extremos ("las campañas electorales no aportan nada", "una buena campaña todo lo puede"), nos queda la sensación de que los próximos meses pueden ser interesantes, por lo menos para quienes gustan observar y participar del mundo político, ya que habrá una gran cantidad de actividades dirigidas a motivar a la ciudadanía para que ejerza su voto en beneficio de determinadas personas y colectivos políticos.
El deber de un candidato de hacer una buena campaña es ante todo un acto de respeto hacia sus conciudadanos. Es un acto de reconocimiento de que quienes votan deciden, y que, pese a las desigualdades rampantes que golpean la dignidad de las personas y menoscaban la integración de la sociedad, nadie tiene derecho a ejercer el poder del Estado, si no es mediante un mandato político expresado en las urnas, donde cada voto cuenta.
Pongamos, pues, a los candidatos bajo la lupa escrutadora del ámbito público, porque así la ciudadanía también participa de la contienda. Es de vital importancia para la salud de nuestra sociedad que superemos el "síndrome de la murga", cuando se trata de elecciones. El papel de la sociedad no es primordialmente ponerse detrás de este o aquel candidato en señal de apoyo incondicional.
A los ciudadanos les compete exigir a quienes aspiran obtener su voto un estándar alto de compromiso, probidad, y responsabilidad personales, porque ninguna de las tareas que le corresponde emprender a las personas electas a un cargo público, puede correr el riesgo de caer en manos indolentes, ímprobas, o irresponsables. ¿Cómo podemos lograr esto? Pues, bien, tenemos que apoyarnos en los amigos naturales de la democracia. Las organizaciones cívicas, obreras, gremiales, las de universitarios, y las profesionales, deben buscar cómo conectarse con los medios de comunicación (radio, prensa, televisión e Internet) para manifestar no sus preferencias por determinado candidato, sino para establecer una agenda de prioridades que deben ser atendidas por los candidatos.
En la medida en que los candidatos se reconocen a sí mismos responsables, la ciudadanía demanda respuestas. En aras de esa imparcialidad que exige el oficio, los medios de comunicación debieran abstenerse de identificar un candidato favorito. Votos de aplauso, sí; votos de censura, también. Pero así como se organiza la publicidad política, y la cobertura periodística de las campañas, hay que ayudar a la sociedad a que se organice para darle voz a sus prioridades. Si los candidatos miran para otra parte, porque no tienen nada que aportar a la solución de los problemas sociales, entonces los miembros de la sociedad deben señalarlo públicamente también.
La idea de todo este ejercicio es que cuando asuma el cargo el que sea que haya ganado el torneo limpiamente, sienta que tiene una carga sobre sus espaldas, y no que se inicia su personal época dorada, en la que se verá acompañado siempre de la pompa y el boato del Estado. Ser elegido a la Presidencia de la República, a la Asamblea, a la Alcaldía, o como Representante de corregimiento, o Concejal, equivale a hacerse depositario de la esperanza pública, de la fe de la nación en sí misma, de la ilusión colectiva de que podemos lograr un mundo mejor.
Es de crucial importancia que todos cooperemos en colocar al ciudadano en el centro del torneo electoral que se aproxima. No se trata de escoger al mejor por sí solo. Se trata de elegir a la persona que el país necesita, pero para eso el país tiene que generar ideas que identifiquen qué es lo que se necesita.
El esfuerzo por darle contenido al debate electoral mediante la participación ciudadana es a fin de cuentas una manera honesta y eficaz de ayudar a los candidatos a definirse y a definir su camino. Sin estos contenidos, la campaña electoral será poco más, o menos, que un "vedettismo" lamentable y sin sentido. Si seguimos pensando que los próximos comicios son en beneficio de los partidos y los políticos, la desmotivación y la indiferencia ciudadanas podrían retornarnos un resultado preocupante para todos.
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El Panamá América, Martes 6 de enero de 2004
En principio, este curso no iría dirigido a los que ya tienen decidido su voto del 2 de mayo; pero, los que se encuentran activamente ayudando a la campaña del candidato de su predilección, también podrían encontrar muy útil un curso sobre cómo evaluar a estos aspirantes. Su aporte sería más eficaz y su candidato vería mejores resultados.
Primero que todo, tenemos que suponer que las elecciones no están definidas de antemano. Que todos los participantes reconocen que por más ventaja que tenga el más favorito, una mala campaña puede arruinar sus oportunidades. Para comprobar que estamos ante una situación en la que las campañas electorales son importantes, debemos verificar que existe, por lo menos, una alternativa al candidato favorito que podría hacerse con el triunfo si se conduce una campaña política con acierto.
El que piensa que ya todo está decidido, que independientemente de lo que se diga, hable o publique, durante los próximos cuatro meses, no cambiarán las preferencias de voto que conocemos al día de hoy, podría estar en lo cierto; pero tendríamos que esperar al 2 de mayo para saberlo, día en que la cuestión se torna ya irrelevante. Por el contrario, descubrir durante las horas siguientes a la terminación de los escrutinios que uno estuvo equivocado durante cuatro meses y que fue esa equivocación la que llevó a su candidato a la ruina, podría siempre ser el destino del triunfalismo y el derrotismo inoportunos.
Así que, por razones muy diversas, la vida en democracia le recomienda a los ciudadanos que presten atención a las campañas -no que se crean todo lo que les dicen. Esto naturalmente no significa que el resultado del torneo se debe en su totalidad a la forma inteligente, o desalumbrada, en que se comportaron los distintos candidatos, pues siempre hay factores externos que pueden alterar lo que de otra manera parece un final obligado.
Descartados los extremos ("las campañas electorales no aportan nada", "una buena campaña todo lo puede"), nos queda la sensación de que los próximos meses pueden ser interesantes, por lo menos para quienes gustan observar y participar del mundo político, ya que habrá una gran cantidad de actividades dirigidas a motivar a la ciudadanía para que ejerza su voto en beneficio de determinadas personas y colectivos políticos.
El deber de un candidato de hacer una buena campaña es ante todo un acto de respeto hacia sus conciudadanos. Es un acto de reconocimiento de que quienes votan deciden, y que, pese a las desigualdades rampantes que golpean la dignidad de las personas y menoscaban la integración de la sociedad, nadie tiene derecho a ejercer el poder del Estado, si no es mediante un mandato político expresado en las urnas, donde cada voto cuenta.
Pongamos, pues, a los candidatos bajo la lupa escrutadora del ámbito público, porque así la ciudadanía también participa de la contienda. Es de vital importancia para la salud de nuestra sociedad que superemos el "síndrome de la murga", cuando se trata de elecciones. El papel de la sociedad no es primordialmente ponerse detrás de este o aquel candidato en señal de apoyo incondicional.
A los ciudadanos les compete exigir a quienes aspiran obtener su voto un estándar alto de compromiso, probidad, y responsabilidad personales, porque ninguna de las tareas que le corresponde emprender a las personas electas a un cargo público, puede correr el riesgo de caer en manos indolentes, ímprobas, o irresponsables. ¿Cómo podemos lograr esto? Pues, bien, tenemos que apoyarnos en los amigos naturales de la democracia. Las organizaciones cívicas, obreras, gremiales, las de universitarios, y las profesionales, deben buscar cómo conectarse con los medios de comunicación (radio, prensa, televisión e Internet) para manifestar no sus preferencias por determinado candidato, sino para establecer una agenda de prioridades que deben ser atendidas por los candidatos.
En la medida en que los candidatos se reconocen a sí mismos responsables, la ciudadanía demanda respuestas. En aras de esa imparcialidad que exige el oficio, los medios de comunicación debieran abstenerse de identificar un candidato favorito. Votos de aplauso, sí; votos de censura, también. Pero así como se organiza la publicidad política, y la cobertura periodística de las campañas, hay que ayudar a la sociedad a que se organice para darle voz a sus prioridades. Si los candidatos miran para otra parte, porque no tienen nada que aportar a la solución de los problemas sociales, entonces los miembros de la sociedad deben señalarlo públicamente también.
La idea de todo este ejercicio es que cuando asuma el cargo el que sea que haya ganado el torneo limpiamente, sienta que tiene una carga sobre sus espaldas, y no que se inicia su personal época dorada, en la que se verá acompañado siempre de la pompa y el boato del Estado. Ser elegido a la Presidencia de la República, a la Asamblea, a la Alcaldía, o como Representante de corregimiento, o Concejal, equivale a hacerse depositario de la esperanza pública, de la fe de la nación en sí misma, de la ilusión colectiva de que podemos lograr un mundo mejor.
Es de crucial importancia que todos cooperemos en colocar al ciudadano en el centro del torneo electoral que se aproxima. No se trata de escoger al mejor por sí solo. Se trata de elegir a la persona que el país necesita, pero para eso el país tiene que generar ideas que identifiquen qué es lo que se necesita.
El esfuerzo por darle contenido al debate electoral mediante la participación ciudadana es a fin de cuentas una manera honesta y eficaz de ayudar a los candidatos a definirse y a definir su camino. Sin estos contenidos, la campaña electoral será poco más, o menos, que un "vedettismo" lamentable y sin sentido. Si seguimos pensando que los próximos comicios son en beneficio de los partidos y los políticos, la desmotivación y la indiferencia ciudadanas podrían retornarnos un resultado preocupante para todos.
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El Panamá América, Martes 6 de enero de 2004
Teoría y práctica del voto
El 2 de mayo, las panameñas y los panameños harán por lo menos algunas de estas cosas a propósito de los comicios nacionales: Votarán por los candidatos que estimen más aptos para gobernar (además del presidente de la república, en un sentido amplio, los legisladores, alcaldes, representantes y concejales, también gobiernan). Otros apoyarán con el voto a sus amigos personales y copartidarios, no porque los crean los más aptos para gobernar, sino porque piensan que "podrían hacer un buen trabajo" y, sobre todo, recibirán con toda probabilidad una ayuda, de salir triunfadora la persona cercana.
Otro grupo utilizará el voto como una herramienta contra algo. Aquí hay por lo menos dos variantes: los que quieren destruir, acabar con algo, y los que quieren impedir o prevenir que algo surja, o que, existiendo en forma incipiente, se desarrolle. Los que están animados por el espíritu destructivo se acercarán a las urnas como quien se aproxima al bosque llevando una sierra eléctrica; los que desean más bien prevenir, evitar que algo o alguien llegue al poder, se comportarán como quien usa una "bomba de flit", aguzando la mirada en cada rinconcito para descubrir las alimañas y ponerle término a la peste.
Es difícil, mas no imposible, encontrar estas formas de voto en forma pura. Seguramente la mayoría de las personas disponen de un rango más o menos diverso de motivaciones que son los que definen su conducta a la hora de votar. Por eso, es mejor organizar el sentido del voto a lo largo de dos grandes ejes, como se hace en geometría. Un eje horizontal describe el peso específico de los valores.
Mientras más se acerca al cero menos importancia tienen los conceptos de democracia, integridad, desarrollo, estado de derecho, respeto a la ley, etc. Las magnitudes negativas comienzan a crecer de este modo: "voto porque es uno de los nuestros, aunque el otro candidato sea mejor", "voto porque voy me van a nombrar en el gobierno", "voto porque obtendré jugosos contratos con el gobierno", "voto porque voy a tener influencia en el gobierno", "voto porque voy a abusar impunemente".
El segundo eje es el vertical y organiza el voto según sea a favor de algo o en contra de algo. Esto quiere decir que cuando se está muy cerca del cero, la pasión es poca. Las magnitudes elevadas, ya sea en positivo o en negativo, significan que el votante "siente" que se voto es muy importante, ya sea porque es a favor de algo o alguien, ya sea porque es contra de algo o alguien.
Ese enganche afectivo es un indicador de lo cercano que es la política para la gente. Si mucha gente siente muy fuerte en relación con el próximo torneo electoral, esto quiere decir, que espera mucho de él, que piensa que una cuota importante de sus oportunidades tienen que ver con los resultados de las elecciones, y por ello está dispuesto a arriesgar opiniones propias, trabajar como voluntario en las campañas y participar de diversas formas, incluso mediante donaciones.
Una vez que tenemos claro nuestros dos ejes, vemos salir de el cuatro cuadrantes: en el primer cuadrante (parte superior a la derecha), encontramos el voto ciudadano, aquel que persigue fortalecer la democracia. Su apego a los ideales democráticos puede conocer una variedad de interpretaciones y una intensidad variable, lo mismo que su pasión por un candidato o partido. En el segundo cuadrante (parte superior a la izquierda), está el voto clientelar, aquel que piensa que todos los candidatos son más o menos lo mismo -el factor más o menos democracia no entra, en realidad, en juego- y la definición por uno u otro se da en función de las ventajas que se podrían obtener.
Es claro que una persona de limitados recursos que se encuentra desempleada y que vota por un determinado candidato con la expectativa de obtener un empleo en el gobierno, está ejerciendo un voto clientelista, de la misma forma que lo hace el empresario que se piensa favorecido cuando el candidato se siente en el trono. Pero en ambos casos, la intensidad de ese compromiso puede ser muy variable, lo mismo que el entusiasmo con que se acude al escrutinio.
Vayamos a nuestro tercer cuadrante (parte inferior a la izquierda): este es el voto táctico, que se produce por la motivación específica de ir contra un partido o candidato, por lo general fuerte, pero por razones que no tienen nada que ver con los ideales democráticos. Muchas veces el status quo vota de esta manera, pero también puede votar así activistas y militantes de izquierda que enfrentan las elecciones con una desesperanza casi total y piensan que lo único que se puede hacer es impedir que gane el peor (el peor desde su óptica, claro está).
En el último cuadrante se encuentra el más conocido de todos los votos: el voto castigo. Esta es la gente que sale a votar, normalmente, contra el gobierno, o más exactamente, contra el candidato oficialista. El voto castigo también conoce una amplia gama de pasiones, y, a veces, estas pueden ser muy intensas. Pero si algo hay que rescatar del voto castigo es que la indignación que lo impele proviene del sentimiento de que se han violado los principios más fundamentales de la convivencia democrática, y de que las elecciones son una buena oportunidad para demostrar quién tiene en última instancia el poder.
No en pocas ocasiones, una mayoría ciudadana saluda las elecciones como la ocasión para defenestrar, civilizadamente, a los que han traicionado las promesas y pisoteado las esperanzas del pueblo.
Todos los otros tipos de voto tienen que ver con algunas de estas formas básicas. Es imposible saber a ciencia cierta cómo están constituidas las motivaciones de los electores en estos momentos. Hay que tener la absoluta certeza de que han variado en el pasado reciente, y que continuarán variando en los próximos meses hasta el día mismo de las elecciones. Varían porque las motivaciones no responden solo a las inflexibles estructuras del carácter, sino que están conectadas con eso que se puede denominar el "día a día".
Hechos que ocurran durante las próximas semanas pueden alterar el patrón de motivaciones de las personas. Las campañas electorales, lógicamente, van a intentar modificar esas motivaciones en su beneficio. Las encuestas de opinión, las que están hechas con un aparato científico y técnico apropiado, y de las cuales solamente algunas se publican, son un termómetro idóneo para anticipar cómo se comportarán los electores el 2 de mayo.
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Martes 13 de enero de 2004
©Copyright 1995-2004 El Panamá América-EPASA
Todos los Derechos Reservados
Otro grupo utilizará el voto como una herramienta contra algo. Aquí hay por lo menos dos variantes: los que quieren destruir, acabar con algo, y los que quieren impedir o prevenir que algo surja, o que, existiendo en forma incipiente, se desarrolle. Los que están animados por el espíritu destructivo se acercarán a las urnas como quien se aproxima al bosque llevando una sierra eléctrica; los que desean más bien prevenir, evitar que algo o alguien llegue al poder, se comportarán como quien usa una "bomba de flit", aguzando la mirada en cada rinconcito para descubrir las alimañas y ponerle término a la peste.
Es difícil, mas no imposible, encontrar estas formas de voto en forma pura. Seguramente la mayoría de las personas disponen de un rango más o menos diverso de motivaciones que son los que definen su conducta a la hora de votar. Por eso, es mejor organizar el sentido del voto a lo largo de dos grandes ejes, como se hace en geometría. Un eje horizontal describe el peso específico de los valores.
Mientras más se acerca al cero menos importancia tienen los conceptos de democracia, integridad, desarrollo, estado de derecho, respeto a la ley, etc. Las magnitudes negativas comienzan a crecer de este modo: "voto porque es uno de los nuestros, aunque el otro candidato sea mejor", "voto porque voy me van a nombrar en el gobierno", "voto porque obtendré jugosos contratos con el gobierno", "voto porque voy a tener influencia en el gobierno", "voto porque voy a abusar impunemente".
El segundo eje es el vertical y organiza el voto según sea a favor de algo o en contra de algo. Esto quiere decir que cuando se está muy cerca del cero, la pasión es poca. Las magnitudes elevadas, ya sea en positivo o en negativo, significan que el votante "siente" que se voto es muy importante, ya sea porque es a favor de algo o alguien, ya sea porque es contra de algo o alguien.
Ese enganche afectivo es un indicador de lo cercano que es la política para la gente. Si mucha gente siente muy fuerte en relación con el próximo torneo electoral, esto quiere decir, que espera mucho de él, que piensa que una cuota importante de sus oportunidades tienen que ver con los resultados de las elecciones, y por ello está dispuesto a arriesgar opiniones propias, trabajar como voluntario en las campañas y participar de diversas formas, incluso mediante donaciones.
Una vez que tenemos claro nuestros dos ejes, vemos salir de el cuatro cuadrantes: en el primer cuadrante (parte superior a la derecha), encontramos el voto ciudadano, aquel que persigue fortalecer la democracia. Su apego a los ideales democráticos puede conocer una variedad de interpretaciones y una intensidad variable, lo mismo que su pasión por un candidato o partido. En el segundo cuadrante (parte superior a la izquierda), está el voto clientelar, aquel que piensa que todos los candidatos son más o menos lo mismo -el factor más o menos democracia no entra, en realidad, en juego- y la definición por uno u otro se da en función de las ventajas que se podrían obtener.
Es claro que una persona de limitados recursos que se encuentra desempleada y que vota por un determinado candidato con la expectativa de obtener un empleo en el gobierno, está ejerciendo un voto clientelista, de la misma forma que lo hace el empresario que se piensa favorecido cuando el candidato se siente en el trono. Pero en ambos casos, la intensidad de ese compromiso puede ser muy variable, lo mismo que el entusiasmo con que se acude al escrutinio.
Vayamos a nuestro tercer cuadrante (parte inferior a la izquierda): este es el voto táctico, que se produce por la motivación específica de ir contra un partido o candidato, por lo general fuerte, pero por razones que no tienen nada que ver con los ideales democráticos. Muchas veces el status quo vota de esta manera, pero también puede votar así activistas y militantes de izquierda que enfrentan las elecciones con una desesperanza casi total y piensan que lo único que se puede hacer es impedir que gane el peor (el peor desde su óptica, claro está).
En el último cuadrante se encuentra el más conocido de todos los votos: el voto castigo. Esta es la gente que sale a votar, normalmente, contra el gobierno, o más exactamente, contra el candidato oficialista. El voto castigo también conoce una amplia gama de pasiones, y, a veces, estas pueden ser muy intensas. Pero si algo hay que rescatar del voto castigo es que la indignación que lo impele proviene del sentimiento de que se han violado los principios más fundamentales de la convivencia democrática, y de que las elecciones son una buena oportunidad para demostrar quién tiene en última instancia el poder.
No en pocas ocasiones, una mayoría ciudadana saluda las elecciones como la ocasión para defenestrar, civilizadamente, a los que han traicionado las promesas y pisoteado las esperanzas del pueblo.
Todos los otros tipos de voto tienen que ver con algunas de estas formas básicas. Es imposible saber a ciencia cierta cómo están constituidas las motivaciones de los electores en estos momentos. Hay que tener la absoluta certeza de que han variado en el pasado reciente, y que continuarán variando en los próximos meses hasta el día mismo de las elecciones. Varían porque las motivaciones no responden solo a las inflexibles estructuras del carácter, sino que están conectadas con eso que se puede denominar el "día a día".
Hechos que ocurran durante las próximas semanas pueden alterar el patrón de motivaciones de las personas. Las campañas electorales, lógicamente, van a intentar modificar esas motivaciones en su beneficio. Las encuestas de opinión, las que están hechas con un aparato científico y técnico apropiado, y de las cuales solamente algunas se publican, son un termómetro idóneo para anticipar cómo se comportarán los electores el 2 de mayo.
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Martes 13 de enero de 2004
©Copyright 1995-2004 El Panamá América-EPASA
Todos los Derechos Reservados
El termómetro y la temperatura
Las llamadas "encuestas políticas" llegaron a Panamá en la época de la dictadura, pero se han desarrollado durante la era democrática.
Todavía recuerdo que algunos medios oficialistas (que en abril de 1989 eran, prácticamente, todos) decían que Carlos Duque aventajaba por un pequeño margen a Guillermo Endara en la disputa por el cetro presidencial. Aunque cueste creerlo, y algunos lo hayan olvidado, había gente que creía que con la manipulación de las informaciones, más el fraude en todas las etapas del proceso electoral (el uso de los recursos del Estado al servicio de la campaña del candidato oficialista, la intimidación de los adversarios, la compra de votos, la manipulación del padrón electoral, la alteración de las actas de mesa, etc.) se podía "ganar" la elección de ese año, como lo habían hecho, con todo éxito, en 1984.
En aquella fecha pudo más la indignación que la complicidad y el miedo, y el electorado salió a votar masivamente contra el candidato de los militares, en una proporción de 2 ó 3 a 1, según estimaciones posteriores. Como no pudieron torcer los resultados, pese a todas las trampas, los uniformados no tuvieron más remedio que anular las elecciones, y fue probablemente este hecho el que marcó el punto de no retorno en la evolución de un régimen que había mostrado distintas facetas en sus cuatro lustros de dominación antidemocrática.
A nadie que fuese sensato podía importarle mucho entonces qué decían las encuestas. La realidad de aquel momento tenía la virtud de que se podía palpar con sólo salir a la calle. La convicción del voto opositor era inquebrantable porque había un acuerdo amplio sobre quién era el adversario y por qué había que vencerlo.
En la era democrática, el entorno de la política cambió. Ya no hay un solo adversario, y el compromiso y la participación en las lides políticas conoce motivaciones complejas y variopintas. No sólo no hay militares alrededor, sino que el empeño en ejercer la libertad de expresión y la intransigente lucha por su defensa, le ha añadido un valor inusitado a la información, lo que no ha sido cabalmente comprendido, incluso por algunos demócratas. De allí que la democracia también tenga sus escisiones, y una de ellas es la que se ha formado alrededor de la libertad de expresión y el manejo público de la información. Los mismos que habían formado un frente común contra la dictadura en la democracia han cruzado espadas entre sí.
Es incuestionable que las encuestas políticas, o sondeos de opinión, han jugado un papel importante en la forma de hacer política, en un sentido permanente. Sus resultados producen impacto en la gestión de los gobernantes, pues, como reza la manida frase, son un buen termómetro de la opinión pública, y para todo gobernante moderno es de vital importancia conocer los índices de aceptación de su labor.
El valor de estos estudios se acrecienta durante los torneos electorales porque los guarismos que nos trasladan los medios que las hacen públicas afectan no sólo a los contendientes, sino también al mercado de votantes. Y es que lo interesante de las encuestas no es que una persona particular o empresa contrate a una firma especializada para que haga el estudio, sino que además lo haga para difundir sus resultados libremente por todo el país con total independencia de a quién favorezcan dichos resultados.
Es por esta razón que las encuestas electorales viven en una zona intermedia entre los estudios cuantitativos de las ciencias sociales y las técnicas de mercadeo y construcción de imagen que utilizan las empresas.
En el contexto de una aparente democratización de la información político-electoral, efectuada mediante el método de circular datos provenientes de los sondeos de opinión por los medios masivos de comunicación, cabe señalar que poco se ha hecho para educar a la ciudadanía en el uso de este tipo de información. De allí que con frecuencia asoma la opinión de los que creen que los dígitos que nos muestran estas investigaciones constituyen una realidad que está más allá de todo cuestionamiento. Esta forma de entender el valor de dichos instrumentos trae la desventaja de que no es capaz de separar el grano de la paja, y en ocasiones puede dar como buenas informaciones que pueden inducir al error porque, o han sido generadas sin una técnica científica o se han producido en circunstancias excepcionales.
Las encuestas, como todos los productos humanos, tienen que ser interpretadas y analizadas para poder ser entendidas. Por eso, los que las rechazan de plano, casi siempre porque les son desfavorables, aprenderían a beneficiarse de ellas si las estudiasen con el objeto de criticarlas, ya que de esta forma crearían una nueva oportunidad de influir sobre el electorado, que es lo que, a fin de cuentas, les interesa. La negación autista de la existencia de estos instrumentos no conduce a ningún destino a salvo.
¿Qué hay que mirar en las encuestas para desentrañar su valor? Son básicamente tres cosas las que debemos colocar bajo la lupa: la muestra, la técnica de captación de datos y la oportunidad o momento en que se hizo la medición.
La muestra se refiere al conjunto de individuos encuestados y, para que el estudio tenga validez, debe ser representativa; es decir, debe tener las mismas características del universo estudiado. Sexo, origen, ingreso y edad son las variables que permiten construir una muestra correcta. Así, los resultados se predican, no de los entrevistados, sino del universo representado, que en este caso son los electores o ciudadanos.
El problema está en que nadie, absolutamente nadie, puede saber qué ocurrirá el día de las elecciones: si saldrán a votar la misma cantidad de mujeres que hombres; o cuál tramo de edad de la población tendrá una mayor presencia en las urnas, y, si hay apatía, a cuál afectará más. No podemos saber si los desempleados ese día se quedarán en sus casas o acudirán masivamente, incluso en un porcentaje mayor al de la población ocupada. En Inglaterra se dice que si el día de las elecciones llueve, ganan los laboristas; pero si por el contrario hace un bonito día soleado, entonces triunfan los conservadores, en atención al hecho observable de que la población anciana es muy sensitiva al clima y proclive al partido tory.
Ninguna encuesta que se haga por Internet o por teléfono es seria. Todo ese tipo de informaciones se presta a la manipulación. Las entrevistas cara a cara requieren de un encuestador entrenado y una disciplina rigurosa. La forma en que están hechas las preguntas y el orden en que se hacen pueden distorsionar los resultados si no se siguen las reglas tendientes a asegurar la objetividad de la pesquisa. No está de más recordar aquí el número de veces que los medios anunciaron que la mayoría de los panameños querían "que los gringos no se fuesen" en los años que antecedieron a la transferencia del Canal.
Finalmente, nunca se debe perder de vista que las encuestas son sólo una medición, no una profecía. Al día de hoy, las encuestas nos dicen esto y aquello; pero todos sabemos que, cambiadas las circunstancias, las opiniones y preferencias también pueden cambiar. Si los escrutinios del 2 de mayo van a parecerse a las encuestas de hoy, no es porque estas encuestas hayan sido más verdaderas que otras, sino porque nada ni nadie pudo cambiar la temperatura del cuerpo social, tal como la conocemos en la actualidad.
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Martes 20 de enero de 2004
©Copyright 1995-2004 El Panamá América-EPASA
Todos los Derechos Reservados
Todavía recuerdo que algunos medios oficialistas (que en abril de 1989 eran, prácticamente, todos) decían que Carlos Duque aventajaba por un pequeño margen a Guillermo Endara en la disputa por el cetro presidencial. Aunque cueste creerlo, y algunos lo hayan olvidado, había gente que creía que con la manipulación de las informaciones, más el fraude en todas las etapas del proceso electoral (el uso de los recursos del Estado al servicio de la campaña del candidato oficialista, la intimidación de los adversarios, la compra de votos, la manipulación del padrón electoral, la alteración de las actas de mesa, etc.) se podía "ganar" la elección de ese año, como lo habían hecho, con todo éxito, en 1984.
En aquella fecha pudo más la indignación que la complicidad y el miedo, y el electorado salió a votar masivamente contra el candidato de los militares, en una proporción de 2 ó 3 a 1, según estimaciones posteriores. Como no pudieron torcer los resultados, pese a todas las trampas, los uniformados no tuvieron más remedio que anular las elecciones, y fue probablemente este hecho el que marcó el punto de no retorno en la evolución de un régimen que había mostrado distintas facetas en sus cuatro lustros de dominación antidemocrática.
A nadie que fuese sensato podía importarle mucho entonces qué decían las encuestas. La realidad de aquel momento tenía la virtud de que se podía palpar con sólo salir a la calle. La convicción del voto opositor era inquebrantable porque había un acuerdo amplio sobre quién era el adversario y por qué había que vencerlo.
En la era democrática, el entorno de la política cambió. Ya no hay un solo adversario, y el compromiso y la participación en las lides políticas conoce motivaciones complejas y variopintas. No sólo no hay militares alrededor, sino que el empeño en ejercer la libertad de expresión y la intransigente lucha por su defensa, le ha añadido un valor inusitado a la información, lo que no ha sido cabalmente comprendido, incluso por algunos demócratas. De allí que la democracia también tenga sus escisiones, y una de ellas es la que se ha formado alrededor de la libertad de expresión y el manejo público de la información. Los mismos que habían formado un frente común contra la dictadura en la democracia han cruzado espadas entre sí.
Es incuestionable que las encuestas políticas, o sondeos de opinión, han jugado un papel importante en la forma de hacer política, en un sentido permanente. Sus resultados producen impacto en la gestión de los gobernantes, pues, como reza la manida frase, son un buen termómetro de la opinión pública, y para todo gobernante moderno es de vital importancia conocer los índices de aceptación de su labor.
El valor de estos estudios se acrecienta durante los torneos electorales porque los guarismos que nos trasladan los medios que las hacen públicas afectan no sólo a los contendientes, sino también al mercado de votantes. Y es que lo interesante de las encuestas no es que una persona particular o empresa contrate a una firma especializada para que haga el estudio, sino que además lo haga para difundir sus resultados libremente por todo el país con total independencia de a quién favorezcan dichos resultados.
Es por esta razón que las encuestas electorales viven en una zona intermedia entre los estudios cuantitativos de las ciencias sociales y las técnicas de mercadeo y construcción de imagen que utilizan las empresas.
En el contexto de una aparente democratización de la información político-electoral, efectuada mediante el método de circular datos provenientes de los sondeos de opinión por los medios masivos de comunicación, cabe señalar que poco se ha hecho para educar a la ciudadanía en el uso de este tipo de información. De allí que con frecuencia asoma la opinión de los que creen que los dígitos que nos muestran estas investigaciones constituyen una realidad que está más allá de todo cuestionamiento. Esta forma de entender el valor de dichos instrumentos trae la desventaja de que no es capaz de separar el grano de la paja, y en ocasiones puede dar como buenas informaciones que pueden inducir al error porque, o han sido generadas sin una técnica científica o se han producido en circunstancias excepcionales.
Las encuestas, como todos los productos humanos, tienen que ser interpretadas y analizadas para poder ser entendidas. Por eso, los que las rechazan de plano, casi siempre porque les son desfavorables, aprenderían a beneficiarse de ellas si las estudiasen con el objeto de criticarlas, ya que de esta forma crearían una nueva oportunidad de influir sobre el electorado, que es lo que, a fin de cuentas, les interesa. La negación autista de la existencia de estos instrumentos no conduce a ningún destino a salvo.
¿Qué hay que mirar en las encuestas para desentrañar su valor? Son básicamente tres cosas las que debemos colocar bajo la lupa: la muestra, la técnica de captación de datos y la oportunidad o momento en que se hizo la medición.
La muestra se refiere al conjunto de individuos encuestados y, para que el estudio tenga validez, debe ser representativa; es decir, debe tener las mismas características del universo estudiado. Sexo, origen, ingreso y edad son las variables que permiten construir una muestra correcta. Así, los resultados se predican, no de los entrevistados, sino del universo representado, que en este caso son los electores o ciudadanos.
El problema está en que nadie, absolutamente nadie, puede saber qué ocurrirá el día de las elecciones: si saldrán a votar la misma cantidad de mujeres que hombres; o cuál tramo de edad de la población tendrá una mayor presencia en las urnas, y, si hay apatía, a cuál afectará más. No podemos saber si los desempleados ese día se quedarán en sus casas o acudirán masivamente, incluso en un porcentaje mayor al de la población ocupada. En Inglaterra se dice que si el día de las elecciones llueve, ganan los laboristas; pero si por el contrario hace un bonito día soleado, entonces triunfan los conservadores, en atención al hecho observable de que la población anciana es muy sensitiva al clima y proclive al partido tory.
Ninguna encuesta que se haga por Internet o por teléfono es seria. Todo ese tipo de informaciones se presta a la manipulación. Las entrevistas cara a cara requieren de un encuestador entrenado y una disciplina rigurosa. La forma en que están hechas las preguntas y el orden en que se hacen pueden distorsionar los resultados si no se siguen las reglas tendientes a asegurar la objetividad de la pesquisa. No está de más recordar aquí el número de veces que los medios anunciaron que la mayoría de los panameños querían "que los gringos no se fuesen" en los años que antecedieron a la transferencia del Canal.
Finalmente, nunca se debe perder de vista que las encuestas son sólo una medición, no una profecía. Al día de hoy, las encuestas nos dicen esto y aquello; pero todos sabemos que, cambiadas las circunstancias, las opiniones y preferencias también pueden cambiar. Si los escrutinios del 2 de mayo van a parecerse a las encuestas de hoy, no es porque estas encuestas hayan sido más verdaderas que otras, sino porque nada ni nadie pudo cambiar la temperatura del cuerpo social, tal como la conocemos en la actualidad.
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Martes 20 de enero de 2004
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La política ya no es lo que era
Hasta hace poco "hacer política" consistía en formular la esperanza de las multitudes de un modo claro, sencillo, honesto y creíble, y el sujeto que hacía política era siempre un sujeto colectivo. Al uncir los anhelos de las multitudes a la imagen de un partido, de un movimiento, y destacar una serie de hombres y mujeres probos que sólo cobraban sentido político en el marco de las grandes propósitos que agitaban a la organización, no quedaba espacio para hacer de los pareceres individuales de los postulantes un tema de campaña.
La política tenía que ver con la reunión de la gente, de mucha gente, que había tomado la decisión de caminar en determinada dirección y hacer que su sociedad la siguiera. Los discursos eran mucho más que una selección más o menos interesante de palabras, pues ellos comunicaban una visión del mundo orientada por valores fundamentales. A nadie se le ocurría exigir un programa de gobierno al momento de definir la adhesión o el voto. Había ideas, grandes ideas que inspiraban grandes acciones. Y los políticos, por supuesto, eran personas excepcionales. No hacían promesas. Eran una promesa.
Algo nos ha ocurrido en los últimos 50 años, o un poco más. No es Panamá solamente. Le ha ocurrido quizás al mundo entero. Sabemos que el impacto que la tecnología ha tenido en las comunicaciones ha sido formidable, lo que ha afectado gravemente la manera de hacer política. Quizás el concepto descubierto por los antiguos griegos y formulado por Aristóteles llegó a su término con el invento de la televisión. No lo sabemos. Quizás estamos viviendo un ajuste epocal, cuya forma final todavía no alcanzamos a ver porque no está completa.
Lo cierto es que ya nada en política es lo que era. Ser liberal o conservador, era el resultado de la afirmación de una filosofía de la vida. Ahora uno es del partido en que se haya inscrito, y como una firma deshace otra, vemos cómo la gente se va de un partido a otro sin que nada haya cambiado ni en las personas, ni en las organizaciones. Los líderes políticos, y la culpa no es sólo de ellos, han dejado de ser los sólidos representantes de ideas bien definidas, y son ahora una especie de "vedette", cuyas virtudes o defectos son sobredimensionados por los medios. Me aburre que me traten de convencer de que determinado candidato es una "buena persona", como si eso fuera importante para las tareas que el cargo implica.
Un movimiento doble ha terminado de vaciar de sentido la campaña política: un excesivo personalismo, que llega al extremo de que pareciera que se quiere esconder al partido que va detrás del rostro, y una disociación entre ideas y acciones, a raíz de la cual ya no es importante aquello en que se cree -porque nadie cree que alguien crea-, sino que lo que vale es lo que se anuncia que se va a hacer. Allí es donde entran los famosos programas de gobierno.
Tengo uno de ellos en mis manos y desconozco si existe uno por cada candidato presidencial. Mi primera impresión es que éste no está nada mal, y me viene a la mente enseguida que aún conservo el programa de gobierno de la candidata de 1999, quien hoy es presidenta de la República. No hay grandes diferencias entre ambos documentos, están hechos del mismo papel y de las mismas ambiciones. Me pregunto si el de hoy vale más que el de ayer. No pregunto por su utilidad hoy por hoy. La interrogante es si dentro de cinco años el programa de gobierno de hoy valdrá más que lo que vale el de 1999 hoy.
Seguramente, el juego de la democracia exige que los programas de gobierno se tomen en serio y se los analice y discuta públicamente. Quizás encuentre la oportunidad de intentar un examen de las diversas propuestas más adelante. Lo que ahora me llama la atención es que los programas de gobierno ponen como en vitrina todas las pequeñas esperanzas con que se asocian a los distintos grupos de la población. Vistas así las cosas da la impresión de que el torneo electoral es, en el más noble de los casos, un telón de fondo sobre el que se canjearán votos por esperanzas.
Los políticos de hoy son entonces vendedores de pequeñas esperanzas y hacer una buena campaña equivale a desarrollar una operación efectiva de generación masiva de ilusiones y expectativas que atraigan el voto. Lo malo de todo esto, desde el punto de vista del elector, es que al final de la justa, los políticos se quedan con los votos y la gente con la fórmula de una esperanza que nadie tiene la obligación de redimir. Los votantes jamás podrán conseguir que les devuelvan los votos, incluso si se demostrase que hubo engaño. Así son las elecciones.
Mientras tanto, siguen las campañas con sus caravanas, marchas y concentraciones. ¿Cuáles son las grandes ideas bajo las que se cobija tanta gente? ¿Cuál es el tamaño de su esperanza? No conozco ninguna metodología que ayude a establecer la calidad de una campaña electoral y no me atrevería a afirmar que ha habido antes torneos mejores. Pero no deja de ser significativo la emergencia de máquinas electorales que intentan hacer política en el vacío, pues los discursos y las acciones que se despliegan, cuando los hay, que no es siempre, no tienen nada que ver con lo que toda esta gente ha estado haciendo antes de que se iniciase el período eleccionario.
En conclusión, las ideas políticas que circulan a propósito de la actual campaña electoral son de una pobreza franciscana, pero ello es más un problema permanente de la sociedad que un tema coyuntural que sólo atañe a los políticos.
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Martes 27 de enero de 2004
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La política tenía que ver con la reunión de la gente, de mucha gente, que había tomado la decisión de caminar en determinada dirección y hacer que su sociedad la siguiera. Los discursos eran mucho más que una selección más o menos interesante de palabras, pues ellos comunicaban una visión del mundo orientada por valores fundamentales. A nadie se le ocurría exigir un programa de gobierno al momento de definir la adhesión o el voto. Había ideas, grandes ideas que inspiraban grandes acciones. Y los políticos, por supuesto, eran personas excepcionales. No hacían promesas. Eran una promesa.
Algo nos ha ocurrido en los últimos 50 años, o un poco más. No es Panamá solamente. Le ha ocurrido quizás al mundo entero. Sabemos que el impacto que la tecnología ha tenido en las comunicaciones ha sido formidable, lo que ha afectado gravemente la manera de hacer política. Quizás el concepto descubierto por los antiguos griegos y formulado por Aristóteles llegó a su término con el invento de la televisión. No lo sabemos. Quizás estamos viviendo un ajuste epocal, cuya forma final todavía no alcanzamos a ver porque no está completa.
Lo cierto es que ya nada en política es lo que era. Ser liberal o conservador, era el resultado de la afirmación de una filosofía de la vida. Ahora uno es del partido en que se haya inscrito, y como una firma deshace otra, vemos cómo la gente se va de un partido a otro sin que nada haya cambiado ni en las personas, ni en las organizaciones. Los líderes políticos, y la culpa no es sólo de ellos, han dejado de ser los sólidos representantes de ideas bien definidas, y son ahora una especie de "vedette", cuyas virtudes o defectos son sobredimensionados por los medios. Me aburre que me traten de convencer de que determinado candidato es una "buena persona", como si eso fuera importante para las tareas que el cargo implica.
Un movimiento doble ha terminado de vaciar de sentido la campaña política: un excesivo personalismo, que llega al extremo de que pareciera que se quiere esconder al partido que va detrás del rostro, y una disociación entre ideas y acciones, a raíz de la cual ya no es importante aquello en que se cree -porque nadie cree que alguien crea-, sino que lo que vale es lo que se anuncia que se va a hacer. Allí es donde entran los famosos programas de gobierno.
Tengo uno de ellos en mis manos y desconozco si existe uno por cada candidato presidencial. Mi primera impresión es que éste no está nada mal, y me viene a la mente enseguida que aún conservo el programa de gobierno de la candidata de 1999, quien hoy es presidenta de la República. No hay grandes diferencias entre ambos documentos, están hechos del mismo papel y de las mismas ambiciones. Me pregunto si el de hoy vale más que el de ayer. No pregunto por su utilidad hoy por hoy. La interrogante es si dentro de cinco años el programa de gobierno de hoy valdrá más que lo que vale el de 1999 hoy.
Seguramente, el juego de la democracia exige que los programas de gobierno se tomen en serio y se los analice y discuta públicamente. Quizás encuentre la oportunidad de intentar un examen de las diversas propuestas más adelante. Lo que ahora me llama la atención es que los programas de gobierno ponen como en vitrina todas las pequeñas esperanzas con que se asocian a los distintos grupos de la población. Vistas así las cosas da la impresión de que el torneo electoral es, en el más noble de los casos, un telón de fondo sobre el que se canjearán votos por esperanzas.
Los políticos de hoy son entonces vendedores de pequeñas esperanzas y hacer una buena campaña equivale a desarrollar una operación efectiva de generación masiva de ilusiones y expectativas que atraigan el voto. Lo malo de todo esto, desde el punto de vista del elector, es que al final de la justa, los políticos se quedan con los votos y la gente con la fórmula de una esperanza que nadie tiene la obligación de redimir. Los votantes jamás podrán conseguir que les devuelvan los votos, incluso si se demostrase que hubo engaño. Así son las elecciones.
Mientras tanto, siguen las campañas con sus caravanas, marchas y concentraciones. ¿Cuáles son las grandes ideas bajo las que se cobija tanta gente? ¿Cuál es el tamaño de su esperanza? No conozco ninguna metodología que ayude a establecer la calidad de una campaña electoral y no me atrevería a afirmar que ha habido antes torneos mejores. Pero no deja de ser significativo la emergencia de máquinas electorales que intentan hacer política en el vacío, pues los discursos y las acciones que se despliegan, cuando los hay, que no es siempre, no tienen nada que ver con lo que toda esta gente ha estado haciendo antes de que se iniciase el período eleccionario.
En conclusión, las ideas políticas que circulan a propósito de la actual campaña electoral son de una pobreza franciscana, pero ello es más un problema permanente de la sociedad que un tema coyuntural que sólo atañe a los políticos.
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Martes 27 de enero de 2004
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La democracia como espectáculo
Hay una cosa que la democracia y los medios modernos de comunicación tienen en común: ambos se hicieron para las masas.
Si tomamos en cuenta que las sociedades modernas se caracterizan por una alta concentración del poder, que crece y se intensifica paralelamente al proceso de depauperación de las multitudes, debe llamarnos la atención la continuada sobrevivencia del sufragio democrático. Nacido al calor de las luchas revolucionarias del siglo XVIII, se extendió por todo el planeta a lo largo de los siglos XIX y XX. En los albores del siglo XXI nada indica que la institución vaya a desaparecer. ¿O sí?
Los actuales ideales democráticos parten de la igualdad de los individuos en tanto miembros de la comunidad política. El hecho de que el voto de una persona X, poseedora de muchos bienes y por tanto de intereses, tenga el mismo valor que el de otra persona Y, cuya vida está gobernada por la carencia, la ausencia de educación, el desempleo y la informalidad de sus actividades económicas, revela la contradicción que existe entre los ideales a partir de los cuales se estructura el régimen político y las realidades que conforman la sociedad.
¿Por qué el voto ha sido un arma poco eficaz en la eliminación de la desigualdad? Aunque la esperanza democrática implica la creencia en el voto, no es difícil ver que el acto de acudir a las urnas y celebrar escrutinios limpios no es suficiente al momento de sustentar las credenciales democráticas del Estado. Se ha dicho con insistencia que la participación ciudadana es fundamental para el desarrollo de la democracia. Organismos de Naciones Unidas han explicado, desde hace más de diez años, que la pobreza es, entre otras cosas, el resultado de la falta de participación popular en las decisiones políticas que les atañen, y que uno de los elementos que debe integrar la lucha contra la pobreza es el de organizar a la población carente para la defensa de sus derechos ciudadanos.
No se puede explicar la falta de organización social de cara a la solución de las necesidades propias como el resultado de un olvido. Si se alega que se trata de falta de capacidad, entonces hay que entender que esa falta de capacidad es formada a través de las distintas instancias de socialización de los individuos, y no el resultado natural del desarrollo de un determinado grupo de seres humanos.
La desorganización social que hoy palpamos es la consecuencia de la estructuración psico-social de la pasividad. Esa pasividad toca distintos aspectos de la vida del individuo y sus manifestaciones varían según el contexto cultural, de allí que no es bueno hacer generalizaciones a partir de experiencias concretas porque la validez de tales afirmaciones estaría sujeta a una serie de variables sociales y culturales que no son del todo evidentes.
En países como los nuestros, el examen de la estructuración de la pasividad requiere del estudio de los contenidos que se transmiten a través de la radio y la televisión. La inmediatez y la simultaneidad que caracteriza a estos medios es su mayor atractivo, y por eso son los medios preferidos por los políticos. A diferencia de la prensa, la información que se transmite se consume con una voluntad muy atenuada por parte del público. Leer requiere siempre un trabajo mayor. Cuando se hace un periódico con la pretensión de que la gente pueda mirarlo sin tener que leerlo y aún así sentir que está recibiendo información, se sigue haciendo prensa escrita, si bien con una mayor sensibilidad gráfica. La radio y la televisión son otra cosa.
En la anterior campaña presidencial estadounidense el mejor periodismo fue el escrito. El periodismo radial y televisivo no tuvo una verdadera oportunidad de hacer un trabajo a favor de la ciudadanía. Marginado por los shows, el periodismo de radio y televisión durante la campaña electoral fue casi inexistente. Por el contrario, los candidatos preferían mantenerse alejados de los reporteros de prensa escrita, sabedores de que allí podían verse poco favorecidos. En estas circunstancias debemos mantener una actitud crítica cuando consumimos -incluso sin quererlo- las cuñas políticas que a diario transmiten la radio y la televisión. Aunque el ejercicio no estará inmune a críticas y objeciones, los medios de transmisión también deberían promover espacios para que la ciudadanía organizada envíe mensajes políticos a los candidatos.
La actitud crítica necesita ser redoblada en la medida en que nos exponemos al más sofisticado instrumento de construcción de imagen que utilizan los medios televisivos. Me refiero a los llamados debates. Cuando se organizan por medios independientes y con la participación de ciudadanos responsables, pueden ser interesantes, en el mejor de los casos.
La inversión que se hace en cuanto a la sinceridad de las opiniones vertidas en dicho acto contrasta con el acostumbrado uso de mensajes prefabricados que constituyen el 90 % de la campaña.
Todo político reconoce que ir a un debate televisado en vivo es un riesgo. La pregunta es: ¿riesgo de qué? Probablemente, la respuesta más sincera, que no vamos a obtener de ningún político, es que su capacidad de respuesta inmediata es limitada y que para ir a un debate debe pasar primero por varias horas de entrenamiento.
Tomando en cuenta que la posibilidad de manipular los mensajes descansa fundamentalmente en las virtudes del individuo, la mala preparación, o las escasas cualidades personales pueden dar al traste con la campaña de quien pudiera ser una persona correcta y de mente política.
Quizás lo más interesante del debate televisivo sea el análisis que leamos en los periódicos. Pero, definitivamente, no será el producto de las rotativas lo que más impacte al electorado cuya función seguirá siendo sentarse a mirar el espectáculo de la política.
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El Panamá América, Martes 3 de febrero de 2004
Si tomamos en cuenta que las sociedades modernas se caracterizan por una alta concentración del poder, que crece y se intensifica paralelamente al proceso de depauperación de las multitudes, debe llamarnos la atención la continuada sobrevivencia del sufragio democrático. Nacido al calor de las luchas revolucionarias del siglo XVIII, se extendió por todo el planeta a lo largo de los siglos XIX y XX. En los albores del siglo XXI nada indica que la institución vaya a desaparecer. ¿O sí?
Los actuales ideales democráticos parten de la igualdad de los individuos en tanto miembros de la comunidad política. El hecho de que el voto de una persona X, poseedora de muchos bienes y por tanto de intereses, tenga el mismo valor que el de otra persona Y, cuya vida está gobernada por la carencia, la ausencia de educación, el desempleo y la informalidad de sus actividades económicas, revela la contradicción que existe entre los ideales a partir de los cuales se estructura el régimen político y las realidades que conforman la sociedad.
¿Por qué el voto ha sido un arma poco eficaz en la eliminación de la desigualdad? Aunque la esperanza democrática implica la creencia en el voto, no es difícil ver que el acto de acudir a las urnas y celebrar escrutinios limpios no es suficiente al momento de sustentar las credenciales democráticas del Estado. Se ha dicho con insistencia que la participación ciudadana es fundamental para el desarrollo de la democracia. Organismos de Naciones Unidas han explicado, desde hace más de diez años, que la pobreza es, entre otras cosas, el resultado de la falta de participación popular en las decisiones políticas que les atañen, y que uno de los elementos que debe integrar la lucha contra la pobreza es el de organizar a la población carente para la defensa de sus derechos ciudadanos.
No se puede explicar la falta de organización social de cara a la solución de las necesidades propias como el resultado de un olvido. Si se alega que se trata de falta de capacidad, entonces hay que entender que esa falta de capacidad es formada a través de las distintas instancias de socialización de los individuos, y no el resultado natural del desarrollo de un determinado grupo de seres humanos.
La desorganización social que hoy palpamos es la consecuencia de la estructuración psico-social de la pasividad. Esa pasividad toca distintos aspectos de la vida del individuo y sus manifestaciones varían según el contexto cultural, de allí que no es bueno hacer generalizaciones a partir de experiencias concretas porque la validez de tales afirmaciones estaría sujeta a una serie de variables sociales y culturales que no son del todo evidentes.
En países como los nuestros, el examen de la estructuración de la pasividad requiere del estudio de los contenidos que se transmiten a través de la radio y la televisión. La inmediatez y la simultaneidad que caracteriza a estos medios es su mayor atractivo, y por eso son los medios preferidos por los políticos. A diferencia de la prensa, la información que se transmite se consume con una voluntad muy atenuada por parte del público. Leer requiere siempre un trabajo mayor. Cuando se hace un periódico con la pretensión de que la gente pueda mirarlo sin tener que leerlo y aún así sentir que está recibiendo información, se sigue haciendo prensa escrita, si bien con una mayor sensibilidad gráfica. La radio y la televisión son otra cosa.
En la anterior campaña presidencial estadounidense el mejor periodismo fue el escrito. El periodismo radial y televisivo no tuvo una verdadera oportunidad de hacer un trabajo a favor de la ciudadanía. Marginado por los shows, el periodismo de radio y televisión durante la campaña electoral fue casi inexistente. Por el contrario, los candidatos preferían mantenerse alejados de los reporteros de prensa escrita, sabedores de que allí podían verse poco favorecidos. En estas circunstancias debemos mantener una actitud crítica cuando consumimos -incluso sin quererlo- las cuñas políticas que a diario transmiten la radio y la televisión. Aunque el ejercicio no estará inmune a críticas y objeciones, los medios de transmisión también deberían promover espacios para que la ciudadanía organizada envíe mensajes políticos a los candidatos.
La actitud crítica necesita ser redoblada en la medida en que nos exponemos al más sofisticado instrumento de construcción de imagen que utilizan los medios televisivos. Me refiero a los llamados debates. Cuando se organizan por medios independientes y con la participación de ciudadanos responsables, pueden ser interesantes, en el mejor de los casos.
La inversión que se hace en cuanto a la sinceridad de las opiniones vertidas en dicho acto contrasta con el acostumbrado uso de mensajes prefabricados que constituyen el 90 % de la campaña.
Todo político reconoce que ir a un debate televisado en vivo es un riesgo. La pregunta es: ¿riesgo de qué? Probablemente, la respuesta más sincera, que no vamos a obtener de ningún político, es que su capacidad de respuesta inmediata es limitada y que para ir a un debate debe pasar primero por varias horas de entrenamiento.
Tomando en cuenta que la posibilidad de manipular los mensajes descansa fundamentalmente en las virtudes del individuo, la mala preparación, o las escasas cualidades personales pueden dar al traste con la campaña de quien pudiera ser una persona correcta y de mente política.
Quizás lo más interesante del debate televisivo sea el análisis que leamos en los periódicos. Pero, definitivamente, no será el producto de las rotativas lo que más impacte al electorado cuya función seguirá siendo sentarse a mirar el espectáculo de la política.
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El Panamá América, Martes 3 de febrero de 2004
El pueblo del debate
No sé cuántos seamos, pero no somos pocos. Quizás somos cerca de 200 mil personas, quizás no lleguemos hasta los 400 mil. Eso representa entre el 10y el 20% del total de electores. Lo cierto es que hay un grupo importante de ciudadanos que no ha decidido todavía a quién de los cuatro candidatos apoyará con su voto el 2 de mayo. Los demás probablemente se definieron antes de que empezara el actual torneo y es muy difícil que su opinión cambie. Pero hay una porción del electorado que está a la expectativa de que se le haga una buena oferta electoral. Una buena parte de la campaña va dirigida a captar este voto, de allí que uno de los objetivo que se plantean los campaign managers es atraer el respaldo de los que no tienen compromisos con ninguna de las otras ofertas.
Dado el actual esquema de partidos, un buen candidato a la Presidencia de la República debiera saber que la prédica a los conversos tiene que ser limitada al mínimo. La mayor parte del tiempo tiene que invertirla en ganar los votos que todavía no tiene, pero pudiera tener. Así que nosotros, esa masa de gente que no ha decidido aún su voto y que todo indica que tiene la fuerza para cambiar el resultado de las elecciones (si en el momento de asistir a las urnas se convierte en una ola, en una avalancha de votos en la misma dirección), somos los principales objetivos a los que están dirigidas algunas de las actividades electorales. Definitivamente, las concentraciones no son para nosotros; pero los llamados debates, en principio, sí están concebidos para influir sobre aquellos en los que la fuerza de un argumento razonable, sustentado con credibilidad e inteligencia emocional (no sólo lo que se dice sino cómo se dice) causa un impacto que bien puede ser decisivo.
Al terminar el "Debate del Pueblo" la semana pasada, los acólitos de cada uno de los cuatro candidatos proclamaron victoria. Estos cuatro grupos de personas, más allá de las considerables diferencias cuantitativas que los separan, vieron por televisión el mismo espectáculo, pero cada uno vio lo que quería ver. Por mi parte, yo vi lo que pude, que no fue mucho. Para empezar, al debate le faltó que los candidatos debatieran alguna cosa. Como se estudiaron todas las preguntas por anticipado, lo que hicieron fue recitar de memoria respuestas previamente elaboradas. En ocasiones, perdían la hilación de las ideas y recurrían a ayudas mnemotécnicas que llevaban consigo y que, en mi humilde opinión, los hacía ver como niños de escuela. A veces, cuando trataban de añadir algo que no estaba en el libreto, perdían el control del tiempo y no lograban terminar la idea.
Como resultado de estas prácticas de calidad muy mediana, cuando les tocaba replicar, se limitaban a manifestar una posición (que es la respuesta que habrían dado si les hubiesen formulado la pregunta) y perdían la oportunidad de comentar o criticar lo que acaba de decir el contendor interrogado. Pullas y pullitas, hubo aquí y allá, pero golpes ninguno. En el argot boxístico le llamarían un "round de estudio". Si hubiese sido un partido de fútbol, habría terminado cero a cero, sin siquiera una tarjeta amarilla. Afortunadamente, no era un partido de béisbol tampoco, porque todavía estaríamos jugando "extra innings".
Los gestos acartonados estuvieron a la orden del día, producto probable de un exceso de entrenamiento. Faltó naturalidad; pero, sobre todo, persuasión, elocuencia, brillo, la genialidad del momento. Como señaló uno de los comentaristas en la estación de televisión al terminar el debate: ninguno dijo nada que no haya dicho ya. El guión de esta película es breve y repetitivo. Sin embargo, esto no es lo peor de todo.
¿Cuáles son las verdaderas diferencias entre los candidatos, de modo que al momento de ser reveladas al electorado, en vivo y a todo color, sean capaces de provocar un viraje en la preferencia del voto? La respuesta es que no son muchas. La mayor distancia es la que hay entre Martín Torrijos y Ricardo Martinelli, mas lo que los separa no tiene nada que ver con la ideología, sino con las encuestas. Como Martinelli está en la última posición, sus intervenciones ofrecen más al elector. En realidad, casi lo ofrece todo. Si juzgamos sólo por la palabra dicha, es el más contestatario. Si bastara con argumentos verbales para modificar la opinión de las masas, entonces el empresario debiera ser el favorito para alzarse con la victoria en los escrutinios de mayo. Pero ni se puede evaluar a un candidato únicamente por lo que dice, ni los llamados debates son por sí solos suficiente para alterar sustancialmente las preferencias de los votantes.
Martín, por su parte, es el más cauteloso de los cuatro. Cada vez que responde siente el riesgo de comprometerse a algo con lo que quizás no pueda cumplir después, y, por supuesto, esas instancias hay que eliminarlas en el mayor grado posible. Como va primero en las encuestas, y con cierta comodidad, es el que menos ofrece al elector que mira el debate para decidir su voto. No tiene que intentar ganarse a nadie con las palabras que pueda pronunciar en un lapso extremadamente corto. Basta con que no cometa errores. No creo que la mención que hizo de la Comarca de San Blas arruine la popularidad que tiene entre los kunas, si la tiene. Pero, definitivamente, no debe volver a repetir el desliz y mucho menos hablar de "la comarca", cuando en el país hay cinco, y todas con problemas.
El intercambio más difícil es el que se dio entre Endara y Alemán. No porque ambos sean arnulfistas, sino porque Alemán formó parte del Gabinete de Endara y no pueden atacarse mutuamente sin comenzar a autodestruirse. Como comparten, y se disputan, la misma franja del espectro electoral, ambos necesitan que el otro se arruine pronto para ver crecer sus aspiraciones frente al puntero en los sondeos. Pero si, como parece probable, ninguno de los dos desfallecerá ni logrará sacar al otro de la contienda, entonces todo este "tira-y-hala" con la foto de Arnulfo Arias no es más que una disputa por el segundo lugar. En el más interesante de los casos, podría ser una lucha por obtener el control del partido al cabo de las elecciones. Este es un objetivo muy digno, si uno es arnulfista. Para los que no lo somos, el asunto no nos involucra.
En conclusión, el debate del pueblo no ha comenzado todavía; el pueblo del debate no tiene aún elementos suficientes para definir su voto.
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El Panamá América, Martes 10 de febrero de 2004
Dado el actual esquema de partidos, un buen candidato a la Presidencia de la República debiera saber que la prédica a los conversos tiene que ser limitada al mínimo. La mayor parte del tiempo tiene que invertirla en ganar los votos que todavía no tiene, pero pudiera tener. Así que nosotros, esa masa de gente que no ha decidido aún su voto y que todo indica que tiene la fuerza para cambiar el resultado de las elecciones (si en el momento de asistir a las urnas se convierte en una ola, en una avalancha de votos en la misma dirección), somos los principales objetivos a los que están dirigidas algunas de las actividades electorales. Definitivamente, las concentraciones no son para nosotros; pero los llamados debates, en principio, sí están concebidos para influir sobre aquellos en los que la fuerza de un argumento razonable, sustentado con credibilidad e inteligencia emocional (no sólo lo que se dice sino cómo se dice) causa un impacto que bien puede ser decisivo.
Al terminar el "Debate del Pueblo" la semana pasada, los acólitos de cada uno de los cuatro candidatos proclamaron victoria. Estos cuatro grupos de personas, más allá de las considerables diferencias cuantitativas que los separan, vieron por televisión el mismo espectáculo, pero cada uno vio lo que quería ver. Por mi parte, yo vi lo que pude, que no fue mucho. Para empezar, al debate le faltó que los candidatos debatieran alguna cosa. Como se estudiaron todas las preguntas por anticipado, lo que hicieron fue recitar de memoria respuestas previamente elaboradas. En ocasiones, perdían la hilación de las ideas y recurrían a ayudas mnemotécnicas que llevaban consigo y que, en mi humilde opinión, los hacía ver como niños de escuela. A veces, cuando trataban de añadir algo que no estaba en el libreto, perdían el control del tiempo y no lograban terminar la idea.
Como resultado de estas prácticas de calidad muy mediana, cuando les tocaba replicar, se limitaban a manifestar una posición (que es la respuesta que habrían dado si les hubiesen formulado la pregunta) y perdían la oportunidad de comentar o criticar lo que acaba de decir el contendor interrogado. Pullas y pullitas, hubo aquí y allá, pero golpes ninguno. En el argot boxístico le llamarían un "round de estudio". Si hubiese sido un partido de fútbol, habría terminado cero a cero, sin siquiera una tarjeta amarilla. Afortunadamente, no era un partido de béisbol tampoco, porque todavía estaríamos jugando "extra innings".
Los gestos acartonados estuvieron a la orden del día, producto probable de un exceso de entrenamiento. Faltó naturalidad; pero, sobre todo, persuasión, elocuencia, brillo, la genialidad del momento. Como señaló uno de los comentaristas en la estación de televisión al terminar el debate: ninguno dijo nada que no haya dicho ya. El guión de esta película es breve y repetitivo. Sin embargo, esto no es lo peor de todo.
¿Cuáles son las verdaderas diferencias entre los candidatos, de modo que al momento de ser reveladas al electorado, en vivo y a todo color, sean capaces de provocar un viraje en la preferencia del voto? La respuesta es que no son muchas. La mayor distancia es la que hay entre Martín Torrijos y Ricardo Martinelli, mas lo que los separa no tiene nada que ver con la ideología, sino con las encuestas. Como Martinelli está en la última posición, sus intervenciones ofrecen más al elector. En realidad, casi lo ofrece todo. Si juzgamos sólo por la palabra dicha, es el más contestatario. Si bastara con argumentos verbales para modificar la opinión de las masas, entonces el empresario debiera ser el favorito para alzarse con la victoria en los escrutinios de mayo. Pero ni se puede evaluar a un candidato únicamente por lo que dice, ni los llamados debates son por sí solos suficiente para alterar sustancialmente las preferencias de los votantes.
Martín, por su parte, es el más cauteloso de los cuatro. Cada vez que responde siente el riesgo de comprometerse a algo con lo que quizás no pueda cumplir después, y, por supuesto, esas instancias hay que eliminarlas en el mayor grado posible. Como va primero en las encuestas, y con cierta comodidad, es el que menos ofrece al elector que mira el debate para decidir su voto. No tiene que intentar ganarse a nadie con las palabras que pueda pronunciar en un lapso extremadamente corto. Basta con que no cometa errores. No creo que la mención que hizo de la Comarca de San Blas arruine la popularidad que tiene entre los kunas, si la tiene. Pero, definitivamente, no debe volver a repetir el desliz y mucho menos hablar de "la comarca", cuando en el país hay cinco, y todas con problemas.
El intercambio más difícil es el que se dio entre Endara y Alemán. No porque ambos sean arnulfistas, sino porque Alemán formó parte del Gabinete de Endara y no pueden atacarse mutuamente sin comenzar a autodestruirse. Como comparten, y se disputan, la misma franja del espectro electoral, ambos necesitan que el otro se arruine pronto para ver crecer sus aspiraciones frente al puntero en los sondeos. Pero si, como parece probable, ninguno de los dos desfallecerá ni logrará sacar al otro de la contienda, entonces todo este "tira-y-hala" con la foto de Arnulfo Arias no es más que una disputa por el segundo lugar. En el más interesante de los casos, podría ser una lucha por obtener el control del partido al cabo de las elecciones. Este es un objetivo muy digno, si uno es arnulfista. Para los que no lo somos, el asunto no nos involucra.
En conclusión, el debate del pueblo no ha comenzado todavía; el pueblo del debate no tiene aún elementos suficientes para definir su voto.
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El Panamá América, Martes 10 de febrero de 2004
El Foro 2020 no es la sociedad civil
Los partidos políticos se acuerdan de la sociedad civil en tiempos de elecciones. Es verdaderamente lamentable oírles a algunos quejarse porque creen que la sociedad civil está parcializada en su contra o constatar la autocomplacencia de otros porque la misma supuestamente les apoya.
Todo este juego de rechazos y adhesiones se basa en conceptos totalmente falsos y superficiales de lo que es la sociedad civil. Esta desorientación nace del hecho de que los partidos saben que no representan a la totalidad del electorado. Según cifras del Tribunal Electoral, los adherentes de los siete partidos políticos vigentes suman cerca de un millón de personas, lo que significa que una cifra igual no está afiliada a ninguno de ellos.
En la desesperación por hacer las matemáticas de una deseada victoria electoral piensan que hay cerca de un millón de desafiliados que son parte de la sociedad civil y cuyo voto hay que atraer. Repito: este razonamiento se basa en un error de concepto. Pero lo peor es que hay una tendencia a malentender el trabajo del Foro Panamá 2020, y se le representa como uno de los lados de una dicotomía entre la sociedad civil y la sociedad política.
Acuñado primero en latín, el término sociedad civil fue utilizado por la ilustración escocesa para referirse a una forma de sociedad que había desarrollado una serie de instituciones que tenían como referencia principal al comercio, la ciencia y los oficios. Adam Ferguson, quien fue con Montesquieu uno de los primeros sociólogos, escribió en 1767 "Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil", en el que daba una explicación evolutiva de una serie de instituciones sociales que no estaban ni primero ni directamente moldeadas por los actos de gobierno, pero que impactaban poderosamente la vida de los individuos en sociedad. La implicación era que había un vínculo muy estrecho entre las instituciones de la sociedad civil y el desarrollo de la libertad individual.
Más influyente, y con mucha frecuencia mencionado, es el planteamiento que hace Hegel en su Filosofía del Derecho (1821), en la que la sociedad civil aparece como una instancia mediadora entre la familia y el Estado. Las personas nacen en la familia, pero el individualismo de la propiedad privada rompe esta forma de convivencia y las empuja a buscar sus intereses egoístas. Esta es la esfera económica, pero también de la pobreza y el conflicto. Librada a su propia dinámica, la sociedad civil se autodestruiría, según el filósofo germano. Es necesario el Estado, único ámbito en el que la persona se convierte en ciudadano y con ello portador de una voluntad universal. Hegel dice que el Estado sublima los conflictos que se dan en la sociedad civil. Marx no piensa igual.
Una concepción distinta se observa en Tocqueville, un aristócrata francés venido a menos con la Revolución, cuyo aporte es posterior a Hegel y anterior a Marx. En 1835 publicó una obra colosal en la historia del pensamiento político moderno, La democracia en América, en la que expuso las enormes diferencias que se daban entre las sociedades europeas, particularmente Francia, y Estados Unidos (EU). Al francés lo impresionaron las prácticas asociativas de los norteamericanos que conoció en una visita oficial. Tocqueville estimó que la democracia americana se cimentaban en la igualdad de condiciones sociales en que vivía la gran parte del pueblo estadounidense y que ello facilitaba la pujante actividad de las asociaciones civiles. Mientras los partidos tenían por meta la lucha por la Casa Blanca, eran las asociaciones no gubernamentales las que se ocupaban de prestar atención y canalizar las necesidades de buena parte de la población.
Estudios más recientes configuran la idea de sociedad civil atendiendo a las circunstancias del caso. Por ejemplo, un bien documentado ensayo de Víctor Pérez Díaz (La primacía de la sociedad civil, 1993) explica el éxito español en la transición a la democracia sobre la base de instituciones permanentes, anteriores al franquismo. La Iglesia católica, los sindicatos y el mercado, son los agentes sociales que aseguran la transformación democrática de España.
Quizás el uso más extendido en el mundo académico anglosajón fue el que se hizo a partir del desmantelamiento del Pacto de Varsovia. En este proceso, las organizaciones cívicas y los movimientos sociales jugaron un papel estelar en la lucha contra los regímenes osificados del socialismo real. La Carta 77 en Checoslovaquia reunió a activistas de derechos humanos que se enfrentaron al régimen estalinista en los momentos más difíciles. Uno de los fundadores de ese movimiento fue Vaclav Havel, que luego sería elegido presidente para conducir al país hacia la democracia. En Rumania y Bulgaria dichas organizaciones no alcanzaron el desarrollo que en la República Democrática Alemana, Polonia o Checoslovaquia, de allí que la democracia fuera un proceso más lento y más ambiguo.
En Panamá, la Cruzada Civilista a finales de los años 80 agrupaba a una amplia gama de organizaciones cívicas y políticas, lo que incluía a los partidos, organizaciones empresariales, profesionales y estudiantiles, y grupos cívicos. La Iglesia católica prestó un apoyo táctico y metodológico, pero no de modo oficial. Los sindicatos sólo apoyaron a la Cruzada parcialmente. Desde principios de los años 90 se dio un acelerado incremento de organizaciones no gubernamentales que aspiraban intervenir en diferentes ámbitos de la política social. Dirigentes obreros, estudiantiles, gremiales, y comunitarios, han participado, además, de la actividad proselitista en partidos políticos, y se han presentado como candidatos a cargos de elección popular, de los que han retornado a su activismo civil.
El análisis de los actores sociales y políticos no puede hacerse en términos de sociedad civil y sociedad política, como si fueran términos mutuamente excluyentes. Referirse a la sociedad civil como si se tratase de un conjunto de organizaciones no gubernamentales es empobrecer el análisis y remitir la cuestión al activismo de una clase media urbana. Independientemente de la claridad de sus opciones ideológicas, tanto los gremios empresariales como los campesinos, los indígenas y los sindicatos, son una parte esencial de la sociedad civil panameña.
¿Y qué es el Foro 2020? Es un espacio de generación de propuestas de consenso para facilitar las acciones de una sociedad y un gobierno democráticos, y darle voz a los actores sociales que reclaman una justa comprensión de su situación. Si el gobierno no concurre e ignora al Foro, entonces está despilfarrando un caudal político importante. Si hay organizaciones sociales que deciden marginarse, entonces están desperdiciando una oportunidad para forjar aliados y resolver problemas concretos.
El Foro 2020 no es una organización de la sociedad civil, ni su tarea es enfrentar a las autoridades. Por definición lo integran miembros del gobierno, los partidos políticos, y una amplia gama de instituciones públicas, organizaciones cívicas y no gubernamentales que firmaron el documento Visión Nacional 2020 en 1998, y otras que han solicitado ingreso luego, como la Defensoría del Pueblo, por ejemplo.
El Foro no tiene una ideología. Es una conversación desde distintas posiciones ideológicas. Si las propuestas que aprobó la Asamblea General del Foro el año pasado en abril y en la del pasado mes de febrero pueden parecer críticas de la labor de los órganos del Estado y denotan una distancia respecto de los partidos políticos, ello se debe sencillamente a que estos actores de la política nacional no acudieron en forma organizada ni sistemática a las reuniones de las mesas de trabajo, ni a las asambleas generales, a las que siempre se les invitó. Los diálogos y los consensos se hacen siempre con los que se encuentran presentes en la discusión. En sus sesiones de trabajo nadie tiene la verdad, ni el poder de definirla; del conjunto de las intervenciones puede emerger el trazo de una posible ruta de acción.
El Foro no es una comisión de estudio de los problemas de la realidad nacional. El Foro tampoco busca una interpretación de la historia, ni de la situación actual. Todos los participantes tienen derecho a la suya y tienen la obligación de respetar la de los demás. Lo que se discute en el Foro es qué es lo que vamos a hacer como país. Se trata pues solo de concertar acciones, de una manera pública, abierta a la participación ciudadana, y con la carga de razonar de modo honesto e informado. Como se trata de arribar a consensos, las propuestas del Foro no están escritas en piedra. No hay necesidad pues de tirarle piedras al Foro.
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El Panamá América, Martes 2 de marzo de 2004
Todo este juego de rechazos y adhesiones se basa en conceptos totalmente falsos y superficiales de lo que es la sociedad civil. Esta desorientación nace del hecho de que los partidos saben que no representan a la totalidad del electorado. Según cifras del Tribunal Electoral, los adherentes de los siete partidos políticos vigentes suman cerca de un millón de personas, lo que significa que una cifra igual no está afiliada a ninguno de ellos.
En la desesperación por hacer las matemáticas de una deseada victoria electoral piensan que hay cerca de un millón de desafiliados que son parte de la sociedad civil y cuyo voto hay que atraer. Repito: este razonamiento se basa en un error de concepto. Pero lo peor es que hay una tendencia a malentender el trabajo del Foro Panamá 2020, y se le representa como uno de los lados de una dicotomía entre la sociedad civil y la sociedad política.
Acuñado primero en latín, el término sociedad civil fue utilizado por la ilustración escocesa para referirse a una forma de sociedad que había desarrollado una serie de instituciones que tenían como referencia principal al comercio, la ciencia y los oficios. Adam Ferguson, quien fue con Montesquieu uno de los primeros sociólogos, escribió en 1767 "Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil", en el que daba una explicación evolutiva de una serie de instituciones sociales que no estaban ni primero ni directamente moldeadas por los actos de gobierno, pero que impactaban poderosamente la vida de los individuos en sociedad. La implicación era que había un vínculo muy estrecho entre las instituciones de la sociedad civil y el desarrollo de la libertad individual.
Más influyente, y con mucha frecuencia mencionado, es el planteamiento que hace Hegel en su Filosofía del Derecho (1821), en la que la sociedad civil aparece como una instancia mediadora entre la familia y el Estado. Las personas nacen en la familia, pero el individualismo de la propiedad privada rompe esta forma de convivencia y las empuja a buscar sus intereses egoístas. Esta es la esfera económica, pero también de la pobreza y el conflicto. Librada a su propia dinámica, la sociedad civil se autodestruiría, según el filósofo germano. Es necesario el Estado, único ámbito en el que la persona se convierte en ciudadano y con ello portador de una voluntad universal. Hegel dice que el Estado sublima los conflictos que se dan en la sociedad civil. Marx no piensa igual.
Una concepción distinta se observa en Tocqueville, un aristócrata francés venido a menos con la Revolución, cuyo aporte es posterior a Hegel y anterior a Marx. En 1835 publicó una obra colosal en la historia del pensamiento político moderno, La democracia en América, en la que expuso las enormes diferencias que se daban entre las sociedades europeas, particularmente Francia, y Estados Unidos (EU). Al francés lo impresionaron las prácticas asociativas de los norteamericanos que conoció en una visita oficial. Tocqueville estimó que la democracia americana se cimentaban en la igualdad de condiciones sociales en que vivía la gran parte del pueblo estadounidense y que ello facilitaba la pujante actividad de las asociaciones civiles. Mientras los partidos tenían por meta la lucha por la Casa Blanca, eran las asociaciones no gubernamentales las que se ocupaban de prestar atención y canalizar las necesidades de buena parte de la población.
Estudios más recientes configuran la idea de sociedad civil atendiendo a las circunstancias del caso. Por ejemplo, un bien documentado ensayo de Víctor Pérez Díaz (La primacía de la sociedad civil, 1993) explica el éxito español en la transición a la democracia sobre la base de instituciones permanentes, anteriores al franquismo. La Iglesia católica, los sindicatos y el mercado, son los agentes sociales que aseguran la transformación democrática de España.
Quizás el uso más extendido en el mundo académico anglosajón fue el que se hizo a partir del desmantelamiento del Pacto de Varsovia. En este proceso, las organizaciones cívicas y los movimientos sociales jugaron un papel estelar en la lucha contra los regímenes osificados del socialismo real. La Carta 77 en Checoslovaquia reunió a activistas de derechos humanos que se enfrentaron al régimen estalinista en los momentos más difíciles. Uno de los fundadores de ese movimiento fue Vaclav Havel, que luego sería elegido presidente para conducir al país hacia la democracia. En Rumania y Bulgaria dichas organizaciones no alcanzaron el desarrollo que en la República Democrática Alemana, Polonia o Checoslovaquia, de allí que la democracia fuera un proceso más lento y más ambiguo.
En Panamá, la Cruzada Civilista a finales de los años 80 agrupaba a una amplia gama de organizaciones cívicas y políticas, lo que incluía a los partidos, organizaciones empresariales, profesionales y estudiantiles, y grupos cívicos. La Iglesia católica prestó un apoyo táctico y metodológico, pero no de modo oficial. Los sindicatos sólo apoyaron a la Cruzada parcialmente. Desde principios de los años 90 se dio un acelerado incremento de organizaciones no gubernamentales que aspiraban intervenir en diferentes ámbitos de la política social. Dirigentes obreros, estudiantiles, gremiales, y comunitarios, han participado, además, de la actividad proselitista en partidos políticos, y se han presentado como candidatos a cargos de elección popular, de los que han retornado a su activismo civil.
El análisis de los actores sociales y políticos no puede hacerse en términos de sociedad civil y sociedad política, como si fueran términos mutuamente excluyentes. Referirse a la sociedad civil como si se tratase de un conjunto de organizaciones no gubernamentales es empobrecer el análisis y remitir la cuestión al activismo de una clase media urbana. Independientemente de la claridad de sus opciones ideológicas, tanto los gremios empresariales como los campesinos, los indígenas y los sindicatos, son una parte esencial de la sociedad civil panameña.
¿Y qué es el Foro 2020? Es un espacio de generación de propuestas de consenso para facilitar las acciones de una sociedad y un gobierno democráticos, y darle voz a los actores sociales que reclaman una justa comprensión de su situación. Si el gobierno no concurre e ignora al Foro, entonces está despilfarrando un caudal político importante. Si hay organizaciones sociales que deciden marginarse, entonces están desperdiciando una oportunidad para forjar aliados y resolver problemas concretos.
El Foro 2020 no es una organización de la sociedad civil, ni su tarea es enfrentar a las autoridades. Por definición lo integran miembros del gobierno, los partidos políticos, y una amplia gama de instituciones públicas, organizaciones cívicas y no gubernamentales que firmaron el documento Visión Nacional 2020 en 1998, y otras que han solicitado ingreso luego, como la Defensoría del Pueblo, por ejemplo.
El Foro no tiene una ideología. Es una conversación desde distintas posiciones ideológicas. Si las propuestas que aprobó la Asamblea General del Foro el año pasado en abril y en la del pasado mes de febrero pueden parecer críticas de la labor de los órganos del Estado y denotan una distancia respecto de los partidos políticos, ello se debe sencillamente a que estos actores de la política nacional no acudieron en forma organizada ni sistemática a las reuniones de las mesas de trabajo, ni a las asambleas generales, a las que siempre se les invitó. Los diálogos y los consensos se hacen siempre con los que se encuentran presentes en la discusión. En sus sesiones de trabajo nadie tiene la verdad, ni el poder de definirla; del conjunto de las intervenciones puede emerger el trazo de una posible ruta de acción.
El Foro no es una comisión de estudio de los problemas de la realidad nacional. El Foro tampoco busca una interpretación de la historia, ni de la situación actual. Todos los participantes tienen derecho a la suya y tienen la obligación de respetar la de los demás. Lo que se discute en el Foro es qué es lo que vamos a hacer como país. Se trata pues solo de concertar acciones, de una manera pública, abierta a la participación ciudadana, y con la carga de razonar de modo honesto e informado. Como se trata de arribar a consensos, las propuestas del Foro no están escritas en piedra. No hay necesidad pues de tirarle piedras al Foro.
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El Panamá América, Martes 2 de marzo de 2004
¿Quién le dio el voto a la mujer?
No sé por qué se le atribuye a Arnulfo Arias la introducción del sufragio femenino en Panamá. Quizás el error provenga de la manera de pensar que representa los avances de un pueblo como el resultado de las decisiones, más o menos arbitrarias, de sus caudillos.
En una de las pocas cosas en que la Constitución panameña de 1904 se apartó de la Constitución colombiana de 1886 (que rigió en el Istmo previamente y le sirvió de modelo) fue justamente en materia de sufragio. La Carta colombiana consagró el derecho al sufragio sólo para los varones mayores de 21 años "que ejercieran profesión, arte u oficio, o tuvieran ocupación lícita, u otro medio legítimo y conocido de subsistencia". Es decir, en materia de derechos políticos operaban criterios discriminatorios que tenían por base la edad, el sexo y la clase social.
La primera Constitución panameña, por el contrario, en su artículo 49, estableció el sufragio universal, pues concedió los derechos políticos a "todos los ciudadanos mayores de 21 años", y no hizo mención de ninguna de las restricciones mencionadas por la norma de 1886. Esto dio pábulo a que hubiese dos interpretaciones de la citada norma, la oficial, que entendía que la frase "todos los ciudadanos" se refería a los varones solamente, y la progresiva, para la cual la norma panameña cobijaba el derecho al voto de la mujer.
La primera interpretación prevaleció al momento de redactar las leyes electorales de la nueva república. El Decreto 25 de 12 de diciembre de 1903 fue la primera reglamentación electoral del nuevo Estado y estableció el sufragio sólo para los varones mayores de 21 años. En esa temprana época debió haber algún grado de confusión, porque dicho reglamento expresamente calificó como votos en blanco los que favorecieren a mujeres y a otras personas no elegibles.
La primera ley electoral dictada por la primera Asamblea (Ley 89 de 7 de julio de 1904) confirmó y amplió la exclusión de la mujer de los derechos políticos al establecer que las panameñas no sólo no podían votar en las elecciones presidenciales, sino que tampoco les era permitido participar en la elección de diputados y concejales.
La interpretación de avanzada, defendida por José Dolores Moscote, nuestro primer gran constitucionalista, fue que el texto constitucional vigente permitía que se reconociese el voto femenino, para lo cual solo debía modificarse la ley. La opinión del maestro influenció a su primera y más grande discípula, Clara González, primera abogada panameña, quien con una ironía socrática escribió en su tesis de licenciatura, en 1922:
"No sabemos si nuestros constituyentes, basados en el prejuicio de que sólo a los varones corresponde el ejercicio de derecho que llevan en sí ciertas ventajas, se olvidaron de excluir expresamente a la mujer del ejercicio de los mismos derechos, o si, convencidos de que ya no deben existir esas diferencias, que resulta denigrantes, entre individuos de ambos sexos, dejaron la puerta franca para que la mujer tuviera la oportunidad de participar de las funciones públicas del Estado."
Para Clara González, la Constitución no podía interpretarse con un sentido restrictivo en materia de derechos de la mujer. Aunque con alguna aparente dubitación inicial, la fundadora del Partido Nacional Feminista, en 1923, hacía de la lucha por el sufragio femenino uno de los puntos centrales de la militancia política de las mujeres. Quince años después, en 1938, las mujeres organizadas prácticamente lograron la aprobación de una ley que les concediese los derechos políticos, es decir, tanto el derecho a votar como el derecho a ser elegida para cargos públicos.
Juan Demóstenes Arosemena, Presidente de la República, amenazó con vetar la ley si se aprobaba, destituyó a las maestras que se habían agitado en la lucha por conquistar ese derecho (porque no se podía ser feminista y buena maestra a la vez) y las despojó del uso de los locales en que regularmente se reunían.
Arnulfo Arias inició su campaña como candidato oficialista en 1939, el año en que falleció el presidente Arosemena y le sucedió Augusto Samuel Boyd. Bajo su liderazgo político se aprobó al año siguiente una nueva carta constitucional, que en su artículo 61 decía: "Son ciudadanos de la República todos los panameños varones mayores de 21 años. El legislador podrá conferir a las mujeres panameñas mayores de 21 años la ciudadanía con las limitaciones y requisitos que la ley establezca; no obstante, la mujer panameña mayor de 21 años podrá desempeñar empleos con mando y jurisdicción." Dicha fórmula no sólo no comporta la introducción del sufragio femenino, sino que refuerza los patrones de discriminación sexista propios del siglo XIX, y empeora el texto constitucional en cuanto al reconocimiento de derechos se refiere.
Pero hay más. Las primeras cédulas de identidad personal que se emitieron a favor de las mujeres se debieron a la Ley 83 de 1 de julio de 1941. A diferencia de las que se expedían para los varones, que eran de color rojo, dicha ley ordenaba que las de las mujeres fueran de color azul. La Ley 98 de 5 de julio de 1941, sobre elecciones populares, determinó que "sólo las mujeres mayores de 21 años que poseían diploma universitario, vocacional, normal, o de segunda enseñanza" pudieran elegir y ser elegidas en las elecciones para representantes de los Ayuntamientos Municipales. O sea, les estaba vedado el voto en las elecciones presidenciales y de diputados.
Estas normas provenientes del liderazgo político de Arnulfo Arias nunca llegaron a aplicarse porque fue derrocado pocos meses después. La reglamentación de las elecciones de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente se hizo mediante Decreto 12 de 2 de febrero de 1945, el cual tuvo que firmar Ricardo Adolfo de la Guardia. Esa fue la primera norma que le reconoció a la mujer el derecho a votar en igualdad de condiciones. Pero quien institucionalizó el sufragio femenino fue la Constituyente, pues el artículo 97 de la Constitución de 1946 estableció: "Son ciudadanos de la República todos los panameños mayores de 21 años, sin distinción de sexo".
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El Panamá América, Martes 9 de marzo de 2004
En una de las pocas cosas en que la Constitución panameña de 1904 se apartó de la Constitución colombiana de 1886 (que rigió en el Istmo previamente y le sirvió de modelo) fue justamente en materia de sufragio. La Carta colombiana consagró el derecho al sufragio sólo para los varones mayores de 21 años "que ejercieran profesión, arte u oficio, o tuvieran ocupación lícita, u otro medio legítimo y conocido de subsistencia". Es decir, en materia de derechos políticos operaban criterios discriminatorios que tenían por base la edad, el sexo y la clase social.
La primera Constitución panameña, por el contrario, en su artículo 49, estableció el sufragio universal, pues concedió los derechos políticos a "todos los ciudadanos mayores de 21 años", y no hizo mención de ninguna de las restricciones mencionadas por la norma de 1886. Esto dio pábulo a que hubiese dos interpretaciones de la citada norma, la oficial, que entendía que la frase "todos los ciudadanos" se refería a los varones solamente, y la progresiva, para la cual la norma panameña cobijaba el derecho al voto de la mujer.
La primera interpretación prevaleció al momento de redactar las leyes electorales de la nueva república. El Decreto 25 de 12 de diciembre de 1903 fue la primera reglamentación electoral del nuevo Estado y estableció el sufragio sólo para los varones mayores de 21 años. En esa temprana época debió haber algún grado de confusión, porque dicho reglamento expresamente calificó como votos en blanco los que favorecieren a mujeres y a otras personas no elegibles.
La primera ley electoral dictada por la primera Asamblea (Ley 89 de 7 de julio de 1904) confirmó y amplió la exclusión de la mujer de los derechos políticos al establecer que las panameñas no sólo no podían votar en las elecciones presidenciales, sino que tampoco les era permitido participar en la elección de diputados y concejales.
La interpretación de avanzada, defendida por José Dolores Moscote, nuestro primer gran constitucionalista, fue que el texto constitucional vigente permitía que se reconociese el voto femenino, para lo cual solo debía modificarse la ley. La opinión del maestro influenció a su primera y más grande discípula, Clara González, primera abogada panameña, quien con una ironía socrática escribió en su tesis de licenciatura, en 1922:
"No sabemos si nuestros constituyentes, basados en el prejuicio de que sólo a los varones corresponde el ejercicio de derecho que llevan en sí ciertas ventajas, se olvidaron de excluir expresamente a la mujer del ejercicio de los mismos derechos, o si, convencidos de que ya no deben existir esas diferencias, que resulta denigrantes, entre individuos de ambos sexos, dejaron la puerta franca para que la mujer tuviera la oportunidad de participar de las funciones públicas del Estado."
Para Clara González, la Constitución no podía interpretarse con un sentido restrictivo en materia de derechos de la mujer. Aunque con alguna aparente dubitación inicial, la fundadora del Partido Nacional Feminista, en 1923, hacía de la lucha por el sufragio femenino uno de los puntos centrales de la militancia política de las mujeres. Quince años después, en 1938, las mujeres organizadas prácticamente lograron la aprobación de una ley que les concediese los derechos políticos, es decir, tanto el derecho a votar como el derecho a ser elegida para cargos públicos.
Juan Demóstenes Arosemena, Presidente de la República, amenazó con vetar la ley si se aprobaba, destituyó a las maestras que se habían agitado en la lucha por conquistar ese derecho (porque no se podía ser feminista y buena maestra a la vez) y las despojó del uso de los locales en que regularmente se reunían.
Arnulfo Arias inició su campaña como candidato oficialista en 1939, el año en que falleció el presidente Arosemena y le sucedió Augusto Samuel Boyd. Bajo su liderazgo político se aprobó al año siguiente una nueva carta constitucional, que en su artículo 61 decía: "Son ciudadanos de la República todos los panameños varones mayores de 21 años. El legislador podrá conferir a las mujeres panameñas mayores de 21 años la ciudadanía con las limitaciones y requisitos que la ley establezca; no obstante, la mujer panameña mayor de 21 años podrá desempeñar empleos con mando y jurisdicción." Dicha fórmula no sólo no comporta la introducción del sufragio femenino, sino que refuerza los patrones de discriminación sexista propios del siglo XIX, y empeora el texto constitucional en cuanto al reconocimiento de derechos se refiere.
Pero hay más. Las primeras cédulas de identidad personal que se emitieron a favor de las mujeres se debieron a la Ley 83 de 1 de julio de 1941. A diferencia de las que se expedían para los varones, que eran de color rojo, dicha ley ordenaba que las de las mujeres fueran de color azul. La Ley 98 de 5 de julio de 1941, sobre elecciones populares, determinó que "sólo las mujeres mayores de 21 años que poseían diploma universitario, vocacional, normal, o de segunda enseñanza" pudieran elegir y ser elegidas en las elecciones para representantes de los Ayuntamientos Municipales. O sea, les estaba vedado el voto en las elecciones presidenciales y de diputados.
Estas normas provenientes del liderazgo político de Arnulfo Arias nunca llegaron a aplicarse porque fue derrocado pocos meses después. La reglamentación de las elecciones de los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente se hizo mediante Decreto 12 de 2 de febrero de 1945, el cual tuvo que firmar Ricardo Adolfo de la Guardia. Esa fue la primera norma que le reconoció a la mujer el derecho a votar en igualdad de condiciones. Pero quien institucionalizó el sufragio femenino fue la Constituyente, pues el artículo 97 de la Constitución de 1946 estableció: "Son ciudadanos de la República todos los panameños mayores de 21 años, sin distinción de sexo".
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El Panamá América, Martes 9 de marzo de 2004
Espacio público y elecciones
No hay duda de que la democracia contemporánea tiene que ver con la ampliación del espacio público, esa zona de relaciones intermedia entre el Estado (en la que prima el principio de autoridad) y la sociedad (en la que domina el interés particular). Aunque el espacio público no tiene ni única ni preferentemente una función política (pues la religión y la educación no menos que el cultivo de las artes, los deportes y el entretenimiento son actividades que pueblan este espacio), hoy se reconoce que el desarrollo democrático es impensable sin la consolidación de una esfera pública política, accesible a todos y en la que los individuos se relacionan sobre la base del ejercicio de una expresión libre.
No hay necesidad de caer en las ilusiones del siglo XVIII y representar esta igualdad y libertad como artefactos completos y perfectos. La esfera pública contemporánea muestra un déficit inicial, pues no todos los ciudadanos tienen el mismo acceso a participar en el debate público.
Distinto es que los discursos que tienden a justificar o a encubrir el elitismo, la marginación y la discriminación son todos vulnerables desde una perspectiva democrática y, por lo tanto, se les puede hacer retroceder, con lo cual se podría reducir dicho déficit. Igualmente, la libertad de expresión, que es al mismo tiempo un medio, o una libertad herramienta, sumamente eficaz en la construcción y consecución de las demás libertades, está siempre amenazada por poderes visibles e invisibles, que, cuando no la entorpecen, la desfiguran.
No se trata, pues, sólo de que las prácticas autoritarias de las personas que ocupan cargos de gobierno son las que en realidad atentan contra los fundamentos de la convivencia social; lo que ocurre es que la intolerancia y la hipersensibilidad ante la crítica, más allá de mostrar una triste chatura de espíritu y una reprochable ausencia de buen gusto, también atentan contra la libertad de expresión, aun cuando sus actores sean particulares, e incluso augustos representantes de la sociedad civil.
No cabe ni es conveniente santificar a los actores de la sociedad civil, como tampoco es justo ni correcto demonizar todo ejercicio de autoridad. Porque la carencia de poder no puede ni debe convertirse en una virtud en el mundo político. Lo que descubren, por contraste, los líderes que no se hicieron en las filas del gobierno es que el poder no radica en estar investido de funciones públicas. Eso es autoridad y sobre ella pesa el descrédito y gravita la sospecha con demasiada frecuencia en nuestros días. El poder se ejerce, como decía Hannah Arendt, en el espacio público en concierto con los otros. Así, la política tiene más en común con la música que con la arquitectura.
Por eso el consenso no consiste en la disposición pasiva de consentir, sino en hacer algo en conjunto con un sentido compartido. Siguiendo en las huellas de Arendt, Habermas, el más importante filósofo social de la actualidad, que a sus 75 años no ha dejado de ser un escritor prolífico, ha sostenido que el espacio público, no la sociedad civil, es el que genera la legitimidad que requiere el poder político.
Todo esto es un largo preámbulo para explicar la naturaleza del Foro 2020, integrado por el gobierno, los partidos políticos, y organizaciones de la sociedad civil. Se entiende mejor el Foro 2020 si lo situamos en la tradición reciente de los diálogos como los Bambito y los Coronado, que tuvieron lugar en la década del 90. Como la dictadura significó, entre otras cosas, el estrangulamiento de los espacios públicos porque cualquier publicación o reunión de un grupo grande de personas se convertía inmediatamente en una ocasión para protestar contra el gobierno, la apertura democrática presenció el renovado poder de la prensa escrita y el florecimiento de organizaciones no gubernamentales (ONG´s) de todo signo.
Incluso, las mismas personas que tuvieron algún tipo de participación en los gobiernos apoyados por los militares también se agruparon en este tipo de organizaciones. Lo importante no es sólo quiénes son los nuevos actores políticos, sino qué es lo nuevo que hacen viejos y nuevos. Es decir, en la esfera pública lo distintivo no es la identidad que tenemos, sino la cultura que contribuimos a crear.
Hay un ejercicio político constante por parte de grupos particulares, que ni son ni aspiran a ser partidos políticos, y de personas que no ostentan título público ni representación política sustancial. Para identificar este activismo se ha acuñado la frase "política ciudadana", que, según algunos, vendría a ser más bien complementaria a la política partidista, siendo esta última la forma dominante de hacer política. Vale la pena considerar que probablemente es al revés.
La esfera pública pertenece a todos todo el tiempo, incluso durante el proceso electoral, como los candidatos han podido experimentar. Los partidos políticos son organizaciones que surgen a la vida pública al momento de hacer campaña y se gastan una buena cantidad de dinero en publicidad a favor de sus candidatos.
No conozco todavía el estudio serio, científico, responsable, que haya patrocinado un partido político sobre un tema de interés nacional. Probablemente ello ocurra porque no tienen el interés de educarse ni educar; o porque si lo hicieran no gozaría de la credibilidad del público. En fin de cuentas, los partidos políticos han dejado de pensar en el país. Su importancia en la actualidad es estacional y se concreta a los períodos electorales. Por el contrario, es cierto que el espacio público conoce ciclos y su intensidad es variable, pero su importancia es permanente y la necesidad de mantenerlo vivo, ágil y dinámico es constante.
Mientras más vigoroso sea, más legítimo se torna el vencedor de las elecciones. Ganarle al aburrimiento cuando de política se trata es adquirir un producto con fecha de expiración muy cercana.
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El Panamá América, Martes 16 de marzo de 2004
No hay necesidad de caer en las ilusiones del siglo XVIII y representar esta igualdad y libertad como artefactos completos y perfectos. La esfera pública contemporánea muestra un déficit inicial, pues no todos los ciudadanos tienen el mismo acceso a participar en el debate público.
Distinto es que los discursos que tienden a justificar o a encubrir el elitismo, la marginación y la discriminación son todos vulnerables desde una perspectiva democrática y, por lo tanto, se les puede hacer retroceder, con lo cual se podría reducir dicho déficit. Igualmente, la libertad de expresión, que es al mismo tiempo un medio, o una libertad herramienta, sumamente eficaz en la construcción y consecución de las demás libertades, está siempre amenazada por poderes visibles e invisibles, que, cuando no la entorpecen, la desfiguran.
No se trata, pues, sólo de que las prácticas autoritarias de las personas que ocupan cargos de gobierno son las que en realidad atentan contra los fundamentos de la convivencia social; lo que ocurre es que la intolerancia y la hipersensibilidad ante la crítica, más allá de mostrar una triste chatura de espíritu y una reprochable ausencia de buen gusto, también atentan contra la libertad de expresión, aun cuando sus actores sean particulares, e incluso augustos representantes de la sociedad civil.
No cabe ni es conveniente santificar a los actores de la sociedad civil, como tampoco es justo ni correcto demonizar todo ejercicio de autoridad. Porque la carencia de poder no puede ni debe convertirse en una virtud en el mundo político. Lo que descubren, por contraste, los líderes que no se hicieron en las filas del gobierno es que el poder no radica en estar investido de funciones públicas. Eso es autoridad y sobre ella pesa el descrédito y gravita la sospecha con demasiada frecuencia en nuestros días. El poder se ejerce, como decía Hannah Arendt, en el espacio público en concierto con los otros. Así, la política tiene más en común con la música que con la arquitectura.
Por eso el consenso no consiste en la disposición pasiva de consentir, sino en hacer algo en conjunto con un sentido compartido. Siguiendo en las huellas de Arendt, Habermas, el más importante filósofo social de la actualidad, que a sus 75 años no ha dejado de ser un escritor prolífico, ha sostenido que el espacio público, no la sociedad civil, es el que genera la legitimidad que requiere el poder político.
Todo esto es un largo preámbulo para explicar la naturaleza del Foro 2020, integrado por el gobierno, los partidos políticos, y organizaciones de la sociedad civil. Se entiende mejor el Foro 2020 si lo situamos en la tradición reciente de los diálogos como los Bambito y los Coronado, que tuvieron lugar en la década del 90. Como la dictadura significó, entre otras cosas, el estrangulamiento de los espacios públicos porque cualquier publicación o reunión de un grupo grande de personas se convertía inmediatamente en una ocasión para protestar contra el gobierno, la apertura democrática presenció el renovado poder de la prensa escrita y el florecimiento de organizaciones no gubernamentales (ONG´s) de todo signo.
Incluso, las mismas personas que tuvieron algún tipo de participación en los gobiernos apoyados por los militares también se agruparon en este tipo de organizaciones. Lo importante no es sólo quiénes son los nuevos actores políticos, sino qué es lo nuevo que hacen viejos y nuevos. Es decir, en la esfera pública lo distintivo no es la identidad que tenemos, sino la cultura que contribuimos a crear.
Hay un ejercicio político constante por parte de grupos particulares, que ni son ni aspiran a ser partidos políticos, y de personas que no ostentan título público ni representación política sustancial. Para identificar este activismo se ha acuñado la frase "política ciudadana", que, según algunos, vendría a ser más bien complementaria a la política partidista, siendo esta última la forma dominante de hacer política. Vale la pena considerar que probablemente es al revés.
La esfera pública pertenece a todos todo el tiempo, incluso durante el proceso electoral, como los candidatos han podido experimentar. Los partidos políticos son organizaciones que surgen a la vida pública al momento de hacer campaña y se gastan una buena cantidad de dinero en publicidad a favor de sus candidatos.
No conozco todavía el estudio serio, científico, responsable, que haya patrocinado un partido político sobre un tema de interés nacional. Probablemente ello ocurra porque no tienen el interés de educarse ni educar; o porque si lo hicieran no gozaría de la credibilidad del público. En fin de cuentas, los partidos políticos han dejado de pensar en el país. Su importancia en la actualidad es estacional y se concreta a los períodos electorales. Por el contrario, es cierto que el espacio público conoce ciclos y su intensidad es variable, pero su importancia es permanente y la necesidad de mantenerlo vivo, ágil y dinámico es constante.
Mientras más vigoroso sea, más legítimo se torna el vencedor de las elecciones. Ganarle al aburrimiento cuando de política se trata es adquirir un producto con fecha de expiración muy cercana.
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El Panamá América, Martes 16 de marzo de 2004
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