La política ya no es lo que era

Hasta hace poco "hacer política" consistía en formular la esperanza de las multitudes de un modo claro, sencillo, honesto y creíble, y el sujeto que hacía política era siempre un sujeto colectivo. Al uncir los anhelos de las multitudes a la imagen de un partido, de un movimiento, y destacar una serie de hombres y mujeres probos que sólo cobraban sentido político en el marco de las grandes propósitos que agitaban a la organización, no quedaba espacio para hacer de los pareceres individuales de los postulantes un tema de campaña.

La política tenía que ver con la reunión de la gente, de mucha gente, que había tomado la decisión de caminar en determinada dirección y hacer que su sociedad la siguiera. Los discursos eran mucho más que una selección más o menos interesante de palabras, pues ellos comunicaban una visión del mundo orientada por valores fundamentales. A nadie se le ocurría exigir un programa de gobierno al momento de definir la adhesión o el voto. Había ideas, grandes ideas que inspiraban grandes acciones. Y los políticos, por supuesto, eran personas excepcionales. No hacían promesas. Eran una promesa.

Algo nos ha ocurrido en los últimos 50 años, o un poco más. No es Panamá solamente. Le ha ocurrido quizás al mundo entero. Sabemos que el impacto que la tecnología ha tenido en las comunicaciones ha sido formidable, lo que ha afectado gravemente la manera de hacer política. Quizás el concepto descubierto por los antiguos griegos y formulado por Aristóteles llegó a su término con el invento de la televisión. No lo sabemos. Quizás estamos viviendo un ajuste epocal, cuya forma final todavía no alcanzamos a ver porque no está completa.

Lo cierto es que ya nada en política es lo que era. Ser liberal o conservador, era el resultado de la afirmación de una filosofía de la vida. Ahora uno es del partido en que se haya inscrito, y como una firma deshace otra, vemos cómo la gente se va de un partido a otro sin que nada haya cambiado ni en las personas, ni en las organizaciones. Los líderes políticos, y la culpa no es sólo de ellos, han dejado de ser los sólidos representantes de ideas bien definidas, y son ahora una especie de "vedette", cuyas virtudes o defectos son sobredimensionados por los medios. Me aburre que me traten de convencer de que determinado candidato es una "buena persona", como si eso fuera importante para las tareas que el cargo implica.

Un movimiento doble ha terminado de vaciar de sentido la campaña política: un excesivo personalismo, que llega al extremo de que pareciera que se quiere esconder al partido que va detrás del rostro, y una disociación entre ideas y acciones, a raíz de la cual ya no es importante aquello en que se cree -porque nadie cree que alguien crea-, sino que lo que vale es lo que se anuncia que se va a hacer. Allí es donde entran los famosos programas de gobierno.

Tengo uno de ellos en mis manos y desconozco si existe uno por cada candidato presidencial. Mi primera impresión es que éste no está nada mal, y me viene a la mente enseguida que aún conservo el programa de gobierno de la candidata de 1999, quien hoy es presidenta de la República. No hay grandes diferencias entre ambos documentos, están hechos del mismo papel y de las mismas ambiciones. Me pregunto si el de hoy vale más que el de ayer. No pregunto por su utilidad hoy por hoy. La interrogante es si dentro de cinco años el programa de gobierno de hoy valdrá más que lo que vale el de 1999 hoy.

Seguramente, el juego de la democracia exige que los programas de gobierno se tomen en serio y se los analice y discuta públicamente. Quizás encuentre la oportunidad de intentar un examen de las diversas propuestas más adelante. Lo que ahora me llama la atención es que los programas de gobierno ponen como en vitrina todas las pequeñas esperanzas con que se asocian a los distintos grupos de la población. Vistas así las cosas da la impresión de que el torneo electoral es, en el más noble de los casos, un telón de fondo sobre el que se canjearán votos por esperanzas.

Los políticos de hoy son entonces vendedores de pequeñas esperanzas y hacer una buena campaña equivale a desarrollar una operación efectiva de generación masiva de ilusiones y expectativas que atraigan el voto. Lo malo de todo esto, desde el punto de vista del elector, es que al final de la justa, los políticos se quedan con los votos y la gente con la fórmula de una esperanza que nadie tiene la obligación de redimir. Los votantes jamás podrán conseguir que les devuelvan los votos, incluso si se demostrase que hubo engaño. Así son las elecciones.

Mientras tanto, siguen las campañas con sus caravanas, marchas y concentraciones. ¿Cuáles son las grandes ideas bajo las que se cobija tanta gente? ¿Cuál es el tamaño de su esperanza? No conozco ninguna metodología que ayude a establecer la calidad de una campaña electoral y no me atrevería a afirmar que ha habido antes torneos mejores. Pero no deja de ser significativo la emergencia de máquinas electorales que intentan hacer política en el vacío, pues los discursos y las acciones que se despliegan, cuando los hay, que no es siempre, no tienen nada que ver con lo que toda esta gente ha estado haciendo antes de que se iniciase el período eleccionario.

En conclusión, las ideas políticas que circulan a propósito de la actual campaña electoral son de una pobreza franciscana, pero ello es más un problema permanente de la sociedad que un tema coyuntural que sólo atañe a los políticos.
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Martes 27 de enero de 2004
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