La democracia como espectáculo

Hay una cosa que la democracia y los medios modernos de comunicación tienen en común: ambos se hicieron para las masas.

Si tomamos en cuenta que las sociedades modernas se caracterizan por una alta concentración del poder, que crece y se intensifica paralelamente al proceso de depauperación de las multitudes, debe llamarnos la atención la continuada sobrevivencia del sufragio democrático. Nacido al calor de las luchas revolucionarias del siglo XVIII, se extendió por todo el planeta a lo largo de los siglos XIX y XX. En los albores del siglo XXI nada indica que la institución vaya a desaparecer. ¿O sí?

Los actuales ideales democráticos parten de la igualdad de los individuos en tanto miembros de la comunidad política. El hecho de que el voto de una persona X, poseedora de muchos bienes y por tanto de intereses, tenga el mismo valor que el de otra persona Y, cuya vida está gobernada por la carencia, la ausencia de educación, el desempleo y la informalidad de sus actividades económicas, revela la contradicción que existe entre los ideales a partir de los cuales se estructura el régimen político y las realidades que conforman la sociedad.

¿Por qué el voto ha sido un arma poco eficaz en la eliminación de la desigualdad? Aunque la esperanza democrática implica la creencia en el voto, no es difícil ver que el acto de acudir a las urnas y celebrar escrutinios limpios no es suficiente al momento de sustentar las credenciales democráticas del Estado. Se ha dicho con insistencia que la participación ciudadana es fundamental para el desarrollo de la democracia. Organismos de Naciones Unidas han explicado, desde hace más de diez años, que la pobreza es, entre otras cosas, el resultado de la falta de participación popular en las decisiones políticas que les atañen, y que uno de los elementos que debe integrar la lucha contra la pobreza es el de organizar a la población carente para la defensa de sus derechos ciudadanos.

No se puede explicar la falta de organización social de cara a la solución de las necesidades propias como el resultado de un olvido. Si se alega que se trata de falta de capacidad, entonces hay que entender que esa falta de capacidad es formada a través de las distintas instancias de socialización de los individuos, y no el resultado natural del desarrollo de un determinado grupo de seres humanos.

La desorganización social que hoy palpamos es la consecuencia de la estructuración psico-social de la pasividad. Esa pasividad toca distintos aspectos de la vida del individuo y sus manifestaciones varían según el contexto cultural, de allí que no es bueno hacer generalizaciones a partir de experiencias concretas porque la validez de tales afirmaciones estaría sujeta a una serie de variables sociales y culturales que no son del todo evidentes.

En países como los nuestros, el examen de la estructuración de la pasividad requiere del estudio de los contenidos que se transmiten a través de la radio y la televisión. La inmediatez y la simultaneidad que caracteriza a estos medios es su mayor atractivo, y por eso son los medios preferidos por los políticos. A diferencia de la prensa, la información que se transmite se consume con una voluntad muy atenuada por parte del público. Leer requiere siempre un trabajo mayor. Cuando se hace un periódico con la pretensión de que la gente pueda mirarlo sin tener que leerlo y aún así sentir que está recibiendo información, se sigue haciendo prensa escrita, si bien con una mayor sensibilidad gráfica. La radio y la televisión son otra cosa.

En la anterior campaña presidencial estadounidense el mejor periodismo fue el escrito. El periodismo radial y televisivo no tuvo una verdadera oportunidad de hacer un trabajo a favor de la ciudadanía. Marginado por los shows, el periodismo de radio y televisión durante la campaña electoral fue casi inexistente. Por el contrario, los candidatos preferían mantenerse alejados de los reporteros de prensa escrita, sabedores de que allí podían verse poco favorecidos. En estas circunstancias debemos mantener una actitud crítica cuando consumimos -incluso sin quererlo- las cuñas políticas que a diario transmiten la radio y la televisión. Aunque el ejercicio no estará inmune a críticas y objeciones, los medios de transmisión también deberían promover espacios para que la ciudadanía organizada envíe mensajes políticos a los candidatos.

La actitud crítica necesita ser redoblada en la medida en que nos exponemos al más sofisticado instrumento de construcción de imagen que utilizan los medios televisivos. Me refiero a los llamados debates. Cuando se organizan por medios independientes y con la participación de ciudadanos responsables, pueden ser interesantes, en el mejor de los casos.

La inversión que se hace en cuanto a la sinceridad de las opiniones vertidas en dicho acto contrasta con el acostumbrado uso de mensajes prefabricados que constituyen el 90 % de la campaña.

Todo político reconoce que ir a un debate televisado en vivo es un riesgo. La pregunta es: ¿riesgo de qué? Probablemente, la respuesta más sincera, que no vamos a obtener de ningún político, es que su capacidad de respuesta inmediata es limitada y que para ir a un debate debe pasar primero por varias horas de entrenamiento.

Tomando en cuenta que la posibilidad de manipular los mensajes descansa fundamentalmente en las virtudes del individuo, la mala preparación, o las escasas cualidades personales pueden dar al traste con la campaña de quien pudiera ser una persona correcta y de mente política.

Quizás lo más interesante del debate televisivo sea el análisis que leamos en los periódicos. Pero, definitivamente, no será el producto de las rotativas lo que más impacte al electorado cuya función seguirá siendo sentarse a mirar el espectáculo de la política.
_____________________________________
El Panamá América, Martes 3 de febrero de 2004