Espacio público y elecciones

No hay duda de que la democracia contemporánea tiene que ver con la ampliación del espacio público, esa zona de relaciones intermedia entre el Estado (en la que prima el principio de autoridad) y la sociedad (en la que domina el interés particular). Aunque el espacio público no tiene ni única ni preferentemente una función política (pues la religión y la educación no menos que el cultivo de las artes, los deportes y el entretenimiento son actividades que pueblan este espacio), hoy se reconoce que el desarrollo democrático es impensable sin la consolidación de una esfera pública política, accesible a todos y en la que los individuos se relacionan sobre la base del ejercicio de una expresión libre.

No hay necesidad de caer en las ilusiones del siglo XVIII y representar esta igualdad y libertad como artefactos completos y perfectos. La esfera pública contemporánea muestra un déficit inicial, pues no todos los ciudadanos tienen el mismo acceso a participar en el debate público.

Distinto es que los discursos que tienden a justificar o a encubrir el elitismo, la marginación y la discriminación son todos vulnerables desde una perspectiva democrática y, por lo tanto, se les puede hacer retroceder, con lo cual se podría reducir dicho déficit. Igualmente, la libertad de expresión, que es al mismo tiempo un medio, o una libertad herramienta, sumamente eficaz en la construcción y consecución de las demás libertades, está siempre amenazada por poderes visibles e invisibles, que, cuando no la entorpecen, la desfiguran.

No se trata, pues, sólo de que las prácticas autoritarias de las personas que ocupan cargos de gobierno son las que en realidad atentan contra los fundamentos de la convivencia social; lo que ocurre es que la intolerancia y la hipersensibilidad ante la crítica, más allá de mostrar una triste chatura de espíritu y una reprochable ausencia de buen gusto, también atentan contra la libertad de expresión, aun cuando sus actores sean particulares, e incluso augustos representantes de la sociedad civil.

No cabe ni es conveniente santificar a los actores de la sociedad civil, como tampoco es justo ni correcto demonizar todo ejercicio de autoridad. Porque la carencia de poder no puede ni debe convertirse en una virtud en el mundo político. Lo que descubren, por contraste, los líderes que no se hicieron en las filas del gobierno es que el poder no radica en estar investido de funciones públicas. Eso es autoridad y sobre ella pesa el descrédito y gravita la sospecha con demasiada frecuencia en nuestros días. El poder se ejerce, como decía Hannah Arendt, en el espacio público en concierto con los otros. Así, la política tiene más en común con la música que con la arquitectura.

Por eso el consenso no consiste en la disposición pasiva de consentir, sino en hacer algo en conjunto con un sentido compartido. Siguiendo en las huellas de Arendt, Habermas, el más importante filósofo social de la actualidad, que a sus 75 años no ha dejado de ser un escritor prolífico, ha sostenido que el espacio público, no la sociedad civil, es el que genera la legitimidad que requiere el poder político.

Todo esto es un largo preámbulo para explicar la naturaleza del Foro 2020, integrado por el gobierno, los partidos políticos, y organizaciones de la sociedad civil. Se entiende mejor el Foro 2020 si lo situamos en la tradición reciente de los diálogos como los Bambito y los Coronado, que tuvieron lugar en la década del 90. Como la dictadura significó, entre otras cosas, el estrangulamiento de los espacios públicos porque cualquier publicación o reunión de un grupo grande de personas se convertía inmediatamente en una ocasión para protestar contra el gobierno, la apertura democrática presenció el renovado poder de la prensa escrita y el florecimiento de organizaciones no gubernamentales (ONG´s) de todo signo.

Incluso, las mismas personas que tuvieron algún tipo de participación en los gobiernos apoyados por los militares también se agruparon en este tipo de organizaciones. Lo importante no es sólo quiénes son los nuevos actores políticos, sino qué es lo nuevo que hacen viejos y nuevos. Es decir, en la esfera pública lo distintivo no es la identidad que tenemos, sino la cultura que contribuimos a crear.

Hay un ejercicio político constante por parte de grupos particulares, que ni son ni aspiran a ser partidos políticos, y de personas que no ostentan título público ni representación política sustancial. Para identificar este activismo se ha acuñado la frase "política ciudadana", que, según algunos, vendría a ser más bien complementaria a la política partidista, siendo esta última la forma dominante de hacer política. Vale la pena considerar que probablemente es al revés.
La esfera pública pertenece a todos todo el tiempo, incluso durante el proceso electoral, como los candidatos han podido experimentar. Los partidos políticos son organizaciones que surgen a la vida pública al momento de hacer campaña y se gastan una buena cantidad de dinero en publicidad a favor de sus candidatos.

No conozco todavía el estudio serio, científico, responsable, que haya patrocinado un partido político sobre un tema de interés nacional. Probablemente ello ocurra porque no tienen el interés de educarse ni educar; o porque si lo hicieran no gozaría de la credibilidad del público. En fin de cuentas, los partidos políticos han dejado de pensar en el país. Su importancia en la actualidad es estacional y se concreta a los períodos electorales. Por el contrario, es cierto que el espacio público conoce ciclos y su intensidad es variable, pero su importancia es permanente y la necesidad de mantenerlo vivo, ágil y dinámico es constante.

Mientras más vigoroso sea, más legítimo se torna el vencedor de las elecciones. Ganarle al aburrimiento cuando de política se trata es adquirir un producto con fecha de expiración muy cercana.
____________________________________
El Panamá América, Martes 16 de marzo de 2004